Por Leonardo Parrini
Revisando un hermoso libro con
las mejores entrevistas periodísticas realizadas por la prensa mundial del siglo
XX, nos detenemos en aquella que George Sylvester Viereck realizó, en 1930, a
Sigmund Freud, maestro conocedor del “insondable misterio del comportamiento
humano”. Freud parte diciendo que “mis setenta años me han enseñado a aceptar
la vida con jubilosa humildad”, luego de una existencia entregada a la exploración
del alma humana. Tarea que no estuvo exenta de riesgos como enfrentar a la
Esfinge, cuando Freud transita con tanto acierto la mitología griega donde
descubre las metáforas que enriquecen su teoría del Psicoanálisis.
Navegante acucioso del
inconsciente, el maestro austriaco suele ser catalogado como revolucionario
descubridor de nuevos horizontes en la psicología analítica. El Psicoanálisis creado
por Freud, consiste esencialmente en evidenciar la significación inconsciente
de las palabras, actos, producciones imaginarias (sueños, fantasías, delirios)
de un individuo. Este método se basa principalmente en las asociaciones libres
del sujeto, que garantizan la validez de la interpretación.
El Freud desconocido
Mi modestia no es ninguna
virtud, confesó Freud en la entrevista a Viereck, porque “no aspiro a la gloria póstuma”. No obstante ésta llegó junto al
reconocimiento de la humanidad por este hombre que en su actitud -más sencilla
que el pan de cada día-, llegó decir que
“no permito que ninguna reflexión
filosófica eche a perder el placer que
me procuran las cosas sencillas de la vida”.
Indagado sobre la posibilidad
de trascender después de su muerte, Freud
manifestó que “cuando uno percibe
el egoísmo que subyace a toda conducta humana”, no siente el menor deseo de
renacer, aun cuando -como diría Nietzsche-, la eterna concurrencia de las cosas
nos revistiera de nuevo con nuestro envoltorio mortal: el deseo de prolongar la
vida más allá de lo natural me parece tremendamente absurdo, concluye Freud.
Sigmund Freud consideraba que
“no hay razón para que deseemos vivir más tiempo”, puesto que la propia muerte “es posible que no sea una necesidad
biológica” y que muramos “porque
necesitamos hacerlo”, dado que en toda existencia humana conviven,
simultáneamente, el deseo de supervivencia con un ambivalente deseo de
aniquilación.
La muerte es la pareja natural
del amor, juntos gobiernan el mundo, afirma Freud, porque ambas realidades son
igualmente trascendentales. En todo ser humano el amor a la vida, el deseo de
vivir, es lo suficientemente intenso como para contrarrestar el deseo de morir,
aun cuando este último acaba siendo el deseo más poderoso.
La convicción teórica de Freud evidencia que la sabiduría no exime de maldad, puesto que “comprenderlo todo no es perdonarlo todo”,
y que “tolerar el mal no es en absoluto
corolario del conocimiento”. En esa línea de pensamiento, Freud, cuestiona
su propio método de obtener el conocimiento humano: el Psicoanálisis despoja a la vida de sus últimos encantos al vincular
cada sentimiento al racimo de complejos que lo originan. Descubrir que todos
alojamos en el corazón a un salvaje, un criminal o una bestia, no nos hace más
felices.
Una de las cualidades humanas
que se extingue en quienes lideran el mundo, es la humildad. Achicharrados en
los fuegos fatuos de la vanidad y la prepotencia los líderes del nuevo milenio
hacen gala del distanciamiento existente entre los Estados que gobiernan y sus
pueblos gobernados. El poder insufla en los hombres la mezquindad contra
sus semejantes. Freud dice que la mezquindad es el modo que tiene el hombre de
vengarse contra la sociedad por las restricciones que ésta les impone. Contrario
a la mezquindad de los hombres, el amor –en sus variantes sexuales- son para
Freud fuente de respuesta a la complejidad humana, y en eso coincide con Walt Witman,
en que todo nos faltaría si nos falta el
sexo, impulso primario al que la vida misma debe su perpetuación. Sin duda
una idea optimista. Freud negó toda
la vida ser un pesimista. Su mirada al mundo, al amor y a la muerte, así lo
confirman: vivió y murió amante de las cosas sencillas de la vida, con jubilosa
humildad.
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