Por Leonardo
Parrini
Decir una cosa y hacer otra, es lo que León Festinger denomina disonancia cognoscitiva. En buen romance, se refiere a la “desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones o cogniciones que percibe una persona al mantener, al mismo tiempo, dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias”. En ese tenor, Mónica Mancero Acosta, en agudo editorial del diario estatal, pone el dedo en la llaga para denunciar un hecho que en otras circunstancias, pasaría de agache: decir lo sumisas o irreverentes que fuimos ante el poder patriarcal, ante el marido, ante la sociedad. Una sumisión o irreverencia frente a un poder patriarcal que va más allá de las paredes domésticas y se expresa en los ribetes del Estado, a través de políticas públicas y de la obsecuencia que demuestran ciertas representantes populares.
Decir una cosa y hacer otra, es lo que León Festinger denomina disonancia cognoscitiva. En buen romance, se refiere a la “desarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones o cogniciones que percibe una persona al mantener, al mismo tiempo, dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias”. En ese tenor, Mónica Mancero Acosta, en agudo editorial del diario estatal, pone el dedo en la llaga para denunciar un hecho que en otras circunstancias, pasaría de agache: decir lo sumisas o irreverentes que fuimos ante el poder patriarcal, ante el marido, ante la sociedad. Una sumisión o irreverencia frente a un poder patriarcal que va más allá de las paredes domésticas y se expresa en los ribetes del Estado, a través de políticas públicas y de la obsecuencia que demuestran ciertas representantes populares.
Mónica Mancero hace referencia a las palabras de Marcela Aguiñaga, segunda vicepresidenta de la Asamblea Nacional, que en un tuit de sumisión oficial, dijo: Seré sumisa una y mil veces cuando se trate de luchar y reivindicar los derechos de la mujer”. En seguida matizó: “Esta sumisión no significa someterse a ningún mandato, sino responder y defender siempre mis luchas y creencias. Ser sumisa a mis principios y luchar incansablemente por una verdadera reivindicación de la mujer”. Y luego concluyó: “Sumisión: cuando se trate de defender a la mujer sí; sumisión cuando se trate luchar por nuestros derechos si”.
Confesión de
partes, relevo de pruebas. La revelación de la asambleísta Aguiñaga es el síndrome de sumisión de las mujeres que gobiernan desde la legislatura el nuevo estatus
moral de “abstinencias y visión moralista de la sexualidad”, según Mancero. Confesión
que “barre con una historia completa de
lucha feminista de nuestra generación y de las anteriores. Pero no solo barre
con las prácticas feministas de lucha, sino que también liquida la inmensa y
profusa reflexión sobre feminismo que, paso a paso, las feministas en todo el
mundo se han esforzado en construir. ¿Se puede ser sumisa para defender los
derechos de las mujeres?”, se pregunta. Y el cuestionamiento viene al caso, ya que la vertiente de lucha por los derechos femeninos, las jornadas de protesta y propuesta de las mujeres por sus libertades de género, se desdibujan ante la declaración obsecuente de la asambleista.
Ante el “extraño
retruécano”, expresado en la confesión de Aguiñaga, Mancero advierte el
trasfondo de la vigencia de políticas públicas que contradicen los derechos
femeninos: ahí tenemos instalado al Plan
Familia con su llamado a la abstinencia sexual y su visión moralista de la
sexualidad, mientras miles de adolescentes continúan embarazándose sin
cumplirse el derecho a una educación sexual laica garantizada por el Estado. Ahí
tenemos al Código Integral Penal que está operando para encarcelar a las
mujeres que han osado abortar, tratadas no solo como ‘idiotas’ sino como
delincuentes”
Puesto el dedo
en la llaga, la herida drena todo lo que debe secretar, hasta no dejar dudas de
que “el feminismo académico tendrá que
hacer esfuerzos para examinar y explicar esta suerte de instrumentalización del
género que se ha dado en la Revolución Ciudadana”. Valerosa observación, y más
meritoria aun en boca de una mujer que, sin pelos en la lengua, ha puesto en
evidencia la disonancia cognoscitiva de las cabezas femeninas de la Asamblea Nacional,
y que en su gestión legislativa “se haya
provocado varios retrocesos en derechos sexuales y reproductivos, justo de
aquellos en los que urgía avanzar ahora mismo; es decir, la batalla por la
soberanía del cuerpo que ha reclamado el feminismo como una lucha clave, ha
sido nuevamente postergada”.
La idea central
de Mancero, dicha con ánimo de remover las conciencias femeninas y masculinas, activa
la alarma de un hecho innegable: el gesto
del silencio impuesto desde la cúspide del poder patriarcal, y la consecuente
sumisión callada de las asambleístas oficialistas, constituye una verdadera
bofetada a las luchas de las mujeres ecuatorianas y permanece aún en el
imaginario colectivo. Un gesto de profilaxis mental que deja ver las hilachas
de un hecho vergonzante ante el juicio implacable de la historia: ese desenfadado reconocimiento público; por
eso deberán reconocer ante las nuevas generaciones, ahí sí con más vergüenza
que cinismo, lo sumisas que fuimos.
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