Fotografía Paula Parrini
Por Leonardo
Parrini
Una ciudad con
carácter suele acumular nostalgias. No como estampas estereotipadas de postal,
sino en las vivencias recreadas en la memoria poética de sus habitantes. Las
urbes tienen el sabor de las reminiscencias que inspiran, en la evocación
retrospectiva de lugares, rincones y personas. Quito no es una excepción.
Capital de parapetos y zaguanes, siempre enseña un sitio donde refugiarnos del
paso del tiempo, y que permanece como si la vida no incumbiera a sus extramuros
y portales, balcones y esquinas desteñidas por los años. Una sensación de
extravío, de ausencia y desolación produce constatar cómo la ciudad se va
convirtiendo en una urbe extraña, que ha perdido la familiaridad de antaño donde
nos reflejábamos en la imagen de un espejo reconocible. No hay peor nostalgia
que añorar lo nunca jamás sucedió, dice Sabina, y esa nostalgia viene
acompañada de la pérdida de identidad
que nos hace añorar la ausencia de futuro, no sólo del pasado, porque nos
niega vivir en la ciudad que queremos.
Muchos sitios
quiteños producen esa nostalgia de futuro imposible, de andar extraviado en lo
que no fue ni será. En aquello, acaso, radique el carácter inhóspito de una
ciudad que se vuelve cada vez más impersonal. Pocos son los barrios que
sobreviven a esa pérdida de impronta barrial. En cierta ocasión me topé con
Camilo Luzuriaga, a quien tengo por vecino en el instituto Incine, y me dijo:
bienvenido al barrio, este es el
barrio de Quito. Y me dejó pensando el imperativo de sus palabras. ¿Qué tiene La
Floresta para ser el barro de Quito?
Pues esos detalles que se defienden del devenir sin sentido, de la transformación
caótica urbana, de la insoportable congestión, del sin sabor de una
arquitectura de dudoso gusto, para sobrevivir en la nostalgia de mejores días
transcurridos en convivencia plural.
Aquí en La
Floresta aun pervive el sastre del barrio dando puntadas interminables a una
tela larga y arrugada, como su vida misma. La tienda de la esquina donde todavía
fían el pan y la leche, y a la que se llega atraído por un aroma de hogar que
exhala por las mañanas. La lavandería donde dejar la ropa y retirarla limpia al
medio día. Y también está el Camilo con el Incine, hasta donde llegan los
muchachos buscando desentrañar los secretos del cinematógrafo. Y la Mariana Andrade
con el Ochoymedio, donde ya no existen secretos para ver el buen cine. Fundadores
ambos de la nueva Floresta que tuvo el valor de sostenerse en sus raíces barriales,
como los árboles que engalanan sus callejones amables. Y está la mecánica de
autos donde aún pretenden salvar la vida de algún modelo descontinuado. Y los
caserones señoriales que guardan secretos de familia. Aquel de la Valladolid y
Viscaya que muestra sus fantasmas en los vanos de las ventanas derruidas.
Imágenes
vertidas en el libro Barrio de Paula
Parrini, que revive rincones inéditos de La Floresta. Inéditos en la observación
del transeúnte que no se percata de un aletear de palomas en una esquina, un zaguán
nocturno donde no se advierte alguna salida, un frutero que por el ángulo de la
toma parece un descabezado, el reflejo de una escena cotidiana en el parabrisas
de un automóvil clásico, ropa íntima tendida detrás de una reja, un perro
callejero husmeando un basurero, un grafiti que promete rebelarse contra todo
lo establecido o un taciturno guardián, dejando morir las horas frente a la
pantalla de un diminuto televisor blanco y negro.
No en vano en la
presentación del libro, Coco Laso editor, se cuestionaba las rupturas con respecto a las maneras de vernos y
reconocernos y bogaba por rescatar las imágenes de lo propio. Y Gabriela
Alemán prologó que el barrio que retrata Paula estuvo poblado por sombras, por
seres decapitados, siluetas reflejadas en un cristal, salones de billar
desolados y pájaros que surcan cielos amenazantes. Paula Parrini ha dicho que
su periplo por esa Floresta inédita, fue un acto de absoluta soledad, sin otro
sentido que dar sentido a su mirada escudriñadora de detalles recién revelados.
Y esa es la otra impronta de una ciudad con carácter: hacernos sentir
desprovistos frente a diversas insinuaciones. En ese bifurcar de caminos de un
barrio citadino por redescubrir y que se parece a la vida misma: aquella donde
se siente nostalgia de lo que no fue, como un preludio de lo que nunca será.
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