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sábado, 28 de noviembre de 2015

¿HASTA DÓNDE DEBEMOS RESPETAR LAS VERDADES?

Por Leonardo Parrini

Como dice la canción de Silvio Rodríguez: hasta dónde debemos practicar las verdades...
Una pregunta urgente y necesaria en un mundo en el que las versiones de la realidad pasan por verdades absolutas; y las percepciones, como apariencias ciertas. Para los trabajadores de la palabra -periodistas, cronistas, escribidores, en fin-, no es desconocido que el oficio de registrador de la realidad ha cambiado desde tiempos en que el periodismo fue asumido por “abanderados de ideales e intereses en pugna”, que tomaban partido por esto y aquello, muchas veces subvencionados por los propios bandos en conflicto. Solo a inicios del siglo pasado la reflexión crítica de los periodistas permitió una especie de autocontención que derivó en posturas éticas, con cierto sentido de responsabilidad profesional ante la sociedad que, finalmente, serian reguladas en la deontología de prensa.

Uno de los pilares de la ética periodística habría de ser la independencia respecto del poder político y económico imperante. No obstante, en la pura y dura realidad, las empresas informativas han hecho caso omiso de tan mentada independencia y se vuelven obsecuentes frente a los poderes fácticos. Un abierto desenfado adoptado por los medios situados por sobre la ciudadanía, hace posible que la afirmación del dueño de The Wall Street Journal, -William P. Hamilton-, se convierta en declaración de guerra de los empresarios de la prensa: Un periódico es una empresa privada que no le debe nada al público, el cual no le ha concedido ninguna franquicia. Por lo tanto, el interés público no tiene influencia. Enfáticamente, es propiedad de su dueño, quien vende un producto manufacturado bajo su propio riesgo.

Confesión de que los medios renuncian a representar la “posibilidad de debate público”. Un terreno minado para quienes pretendan practicar la diversidad informativa. La confrontación de ideas sucumbe, inexorablemente, y así “pone en manos de unos cuantos poderosos el control de la información que se traduce en un discurso homogéneo”. Esta unívoca versión de la realidad explica la dificultad de distinguir matices en la orientación editorial e ideológica de los medios, propiedad de corporaciones o empresas vinculadas y desconocidas para el público.            

¿Qué rol le compete al ciudadano común y corriente en la defensa de su derecho a ser adecuadamente informado? En primera instancia, abandonar su papel de “espectador acrítico” de falsas realidades publicadas en las páginas de periódicos, emisiones radiales y en las pantallas de la televisión. Poner bajo sospecha la retahíla de sucesos inconexos que son aceptados como verdades indiscutibles, por el simple hecho de salir en “la prensa”. Una sobredosis de datos descriptivos que anula la capacidad de pensar y de discernir entre lo verdadero y lo falso. La disyuntiva mediática oscila entre ser fuente de conocimiento, o una industria, cuya información es mera mercancía o discurso político.  

En Ecuador de hoy el debate sobre el rol de los medios de comunicación no pasa -como algunos pretenden argüir-, por la disyuntiva entre la vigencia de la libertad de prensa, el silenciamiento o sometimiento de los medios al Estado. El tema a discutir se relaciona con el rol que los medios asignan a sus públicos, más aun en periodos de trascendentales decisiones políticas, -como las enmiendas constitucionales-, que se debatirán los próximos días en la Asamblea Nacional sobre la reelección de cargos de representación popular.

Se hace imperativo reflexionar sobre la tendencia de los medios a estimularnos cierta pereza cívica, la desmovilización por el cambio social, convirtiéndonos en receptores embrutecidos y complacientes ante un mensaje unidireccional que nos “da pensando” un desalentador futuro de la nación. Amerita revelarnos ante el “espectáculo deplorable” de ser reducidos a la condición de masa amorfa por un modelo informativo acomodaticio a los intereses de los grandes empresarios mediáticos, que nos despoja de nuestra condición ciudadana. Amerita irrespetar las falsas verdades que nos impone la comunicación social.

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