Por Leonardo Parrini
Nos estamos acostumbrando a las generalidades,
a las abstracciones, a los datos fríos y a los mapas marcados de colores de una
guerra que ocurre allá muy lejos de Latinoamérica, distante muchos kilómetros de la seguridad de
nuestros hogares y ajena a nuestra conciencia tranquila y abultada de información
inconcreta sobre un hecho que para ellos es una realidad cotidiana infernal. Me refiero a los habitantes de la franja de
Gaza, niños, mujeres y hombres palestinos para quienes la guerra no la ven solo
por la televisión, no la escuchan por el receptor de radio o la admiran en una fotografía,
sino que la viven día a día como una forma de ser.
Miles son los testimonios cotidianos de gente común y
corriente, de miles de palestinos que hacen su vida bajo el fuego israelí, con peligro de muerte inminente, sobre una tierra bombardeada hasta 300 veces al
día. Allí hay historias de vida y de muerte, que circulan de boca en boca sin
otro afán que pedir ayuda, o generar una conciencia solidaria entre aquellos
menos afectados, si es de que los hay. Uno de los grupos humanos más impactados
por el asedio militar sionista es el de 17 mil desplazados refugiados en
colegios con aulas destruidas. Ellos son ya una población ambulante debido a
que éste es su tercer desplazamiento desde el 2009, incluso muchos han
regresado a la misma aula donde se refugiaron anteriormente.
Gaza, esa franja de tierra de 356 kilómetros cuadrados, sufre el octavo años
de bloqueo militar israelí y esa cifra no tiene sentido si no se piensa en concreto
en el 50% de la población palestina sin trabajo o sin sueldo fijo. A esta
cotidiana situación hay que sumar la falta de acceso externo a los mercados,
al empleo fijo y la educación; en otras palabras, el acceso al mundo exterior, más
allá de los muros de fuego que impone el bloqueo.
Ese impedimento
a la vida se refleja en la dificultad de acceder a la universidad de Birzeit de
Cisjordania para cientos de estudiantes debido al peligro del desplazamiento físico
bajo el fuego de metralla y misiles. La prohibición israelí para los gazatíes
de estudiar en Cisjordania es un impedimento real, basado en el peligro indefinido
para su seguridad.
Existe un obstáculo
diario para los cultivadores de tomates de Gaza para exportar sus productos fuera de la frontera de fuego. Los mercados europeos están vetados a través de
corredores portuarios como Ashdod o al aeropuerto Ben Gurion. La inseguridad es el peor competidor
para los productores agrícolas de la región de Cisjordania. El fantasma de la
miseria por la caída abrupta de las ventas, es tan amenazante como los propios
misiles sionistas.
El acceso a la atención sanitaria es un derecho
vetado en Gaza. El sistema sanitario estatal está colapsado y sólo se recibe
ayuda de UNRWA, Agencia de la ONU para los Refugiados en Palestina. La infraestructura
hospitalaria está seriamente dañada y no cuenta con insumos médicos. ¿Quien podría
rehabilitar el sistema de salud palestino, la OMS, o el propio ejército de Israel
que mantiene ocupado esos territorios?
La educación para miles de niños palestinos es
un derecho conculcado por los misiles de los invasores. Las 245 escuelas de la
UNRWA se encuentran bajo asedio de proyectiles y están severamente destruidas,
al punto de ser absolutamente inseguras. Bajo el régimen de ayuda de la organización
para los refugiados existen más de 230
mil estudiantes, pero las preguntas claves son de dónde saldrán los recursos
para pagar honorarios de profesores y administrativos, como se obtendrán los libros
y el material didáctico necesario.
Esta tangible realidad cotidiana de Gaza, bajo
el fuego de la guerra que no vemos. Esa confrontación desigual que no muestran las
cadenas informativas occidentales. Una guerra sórdida de manos vacías, de ojos
cerrados, de heridos sin medicamentos, de estudiantes sin aulas, de madres sin alimento para sus hijos, de agricultores sin mercados,
de muertos sin sepultura. Esa guerra invisible que estamos perdiendo, vergonzosamente,
en nuestras propias conciencias.
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