Por Leonardo
Parrini
Cada vez más el
fútbol se parece a la vida: no gana siempre el mejor ni pierde siempre el peor.
O acaso, gana el que juega a ser mejor y pierde el que consigue ser peor. Y se parece a la vida por la devoción que ponemos los latinoamericanos, bien simbolizada en ese Cristo de brazos abiertos sobre el Maracana. Como resulte
ser, una cosa queda clara en la enseñanza del show deportivo internacional que
tuvo lugar en el país del espectáculo: Brasil. Hay dos continentes enfrentados
por culturas organizacionales nítidamente diferentes. Y si algo tiene de sociológico
el fútbol, además de los estadios llenos de fanáticos en pie de guerra, ingentes
ganancias de las organizaciones y empresas auspiciantes, es que refleja de algún
modo la realidad cultural de quién lo practica. Realidad que permeabiliza
rasgos estructurales de cada sociedad, dejándolos al descubierto y poniendo en
evidencia que el fútbol sí se parece a la manera en que vivimos en sociedad.
Los europeos con
su historia cargada de episodios bélicos, migraciones masivas y ocupaciones
territoriales saben de convivencias colectivas, de dinámicas grupales y
corrientes sociales donde el sello es el esfuerzo común y plural. Latinoamérica,
tribal y mítica, sabe de adoraciones individuales, de caudillos y redentores. Idolatría por el uno, es nuestra impronta cultural. Tan
influidos por los amos del norte nos hemos convencido de su fórmula archindividualista
del self-made man, o hecho a sí mismo,
que tanto proclaman los norteamericanos como falsa panacea de éxito unipersonal.
Sin necesidad de
ser experto en sistemas futbolísticos, se constata que el juego colectivo, sistémico
de los europeos, se impuso en este mundial de Brasil. Sus maquinarias de juego
plural con obreros en la cancha dispuestos a sacrificar su particularidad en función
de la generalidad, les dio resultado a la hora del pitazo final. Latinoamérica, unívoca y pasionaria no resolvió sus sentires en la cancha de
manera estructural y, por el contrario, confió en sus chamanes individuales y su capacidad
de ejercer la magia de una jugada que diera vuelta un resultado y asegurara el
triunfo.
Allí están los
Messi, los Alexis, los James, los Neymar Jr. que sucumbieron ante la presión de
sus colectivos, bajo el atosigante apremio del márketing de la FIFA que anticipaba
un gran negocio con su presencia en el torneo mundialista. Pero que a la vuelta
de la cancha no lucieron como su cartel los promovió, no cumplieron a cabalidad con las
expectativas de sus países, ni de un continente que puso en ellos el mismo fervor
que pone ante sus vírgenes y santos sacralizados en la impotencia de pueblos históricamente
reprimidos.
Messi en la final contra los alemanes cobró un tiro libre lejos del
arco de Manuel Neuer. Fue la confirmación de una sospecha anunciada:
el crack con síndrome de Asperger se había “ido” del torneo “mucho antes que el
resto de sus compañeros”. Alexis Sánchez no convirtió un penal clave en el
partido donde Chile debió pasar a la siguiente fase del mundial frente a Brasil. James lloró impotente
la derrota colectiva e individual de su país, sin que su genialidad individual fuera suficiente para ir más lejos como equipo. Y Neymar Jr. salió del campo con una lesion que luego se dijo que era una exageración. Los latinoamericanos fueron a Brasil a dos cosas: a
jugar al fútbol vitrina y a resarcir broncas acumuladas por quién sabe que circunstancias
históricas y así jugaron siempre ofuscados, con la cabeza caliente. Los europeos, en particular Alemania llegó a Brasil a ganar el
campeonato y para lograrlo luchó, colectivamente, se diría mecánicamente, como equipo en la cancha, sin
exhortaciones individualistas.
El triunfo alemán
de 7 x 1 contra los brasileños nos confirmó a los aficionados “que el
fútbol está cambiando y que ya no alcanza con la voluntad individual y la potencia física
de los jugadores”. El cambio lo evidencia Alemania, precisamente, con su “devoción
por la planificación” colectiva. Alemania
nos recuerda que el fútbol es sincronización asociada, juego de equipo. Hoy no
es suficiente un crack unipersonal, así sea Lio Messi o Neymar da Silva. Una
verdad clara y sencilla fue expresada, en este sentido, por el delantero inglés Gary Lineker en Italia 90: “El fútbol es un deporte en
el que juegan once contra once y en el que siempre gana Alemania”. De eso puede
dar fe “Cristiano Ronaldo y su triste Portugal, o Luiz Felipe Scolari y su
pobrísimo scratch, y ahora Alejandro Sabella y su limitada albiceleste”.
Esa fue una premonición cumplida en una lid que confirma que el fútbol es hermoso porque es una metáfora de la vida, en
el que nunca gana el mejor hasta el momento que lo demuestra, y nunca pierde el
peor, a no ser que lo confirme.
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