Por Leonardo Parrini
Debo confesarlo: nunca me
gustaron las fiestas que celebran la fundación española de Quito. Pero también
debo admitirlo, me hace falta la parafernalia municipal que nos trataba de
mostrar una ciudad feliz de haber sido colonizada por España. Debo confesarlo
doblemente, siento nostalgia de ese Quito colonizado. Nostalgia de las corridas
de toros que ponían el sello hispano a la fiesta en el coso de Iñaquito, desde
una semana antes del 6 de diciembre. Nostalgia del desfile de la Confraternidad
en la Av. de Los Shyris el 5 por la
mañana, al que siempre asistía para fotografiar a las guambras bastoneras
desfilando encantadoras frente a la tribuna. Nostalgia del juego de cuarenta en
la oficina y luego la chupetiza severa hasta avanzadas la tarde y noche del 5 de
diciembre. Nostalgia del canelazo caliente que bebíamos en la esquina del
barrio, al ritmo del Chulla Quiteño, -ese himno que ratifica cada año lo que ya
no son los quiteños- bajo el frio intenso de la noche más larga del año.
Ahora que los tiempos han
cambiado o, mejor, el país y la ciudad han cambiado con el tiempo, Quito no es
una excepción de aquello que cambia por el capricho de no ser igual. Por
revancha política, por resentimiento histórico, por venganza social, por joder
la vida, por lo que sirva de pretexto para acabar con la vigencia de lo
establecido.
Debo confesarlo: Me hacen
falta las fiestas de Quito. Y no se trata de una postura meramente nostálgica,
sino de sentido común. Sentido que ha cambiado con los años desde que arribé a la
capital ecuatoriana para echar raíces en ella. Señorial y conservadora,
hipócrita y desenfada, acogedora y excluyente. Quito, la de los barrios
engalanados por la algarabía pobretona de sabernos iguales, sabernos unidos,
sabernos vivos bajo un mismo sentimiento barrial.
¡Viva Quito! Pero, ¿cuál Quito?: ¿la ciudad de
clase media españolizada, empalagada de nostalgia castiza, entregada a una
celebración que desdice el pujo independentista con que se posicionó a Quito
como Luz de América? ¿La urbe impersonal que dejó atrás sus mejores galas
tradicionales, a nombre de un cambio revolucionario que no alcanza a
impregnarle otro sentido festivo alternativo?
La noche es fría como el
ambiente. Una chiva pasa frente al Parque de Ejido, como un carro alegórico de
la nostalgia quiteña. Un grupo de funcionarios públicos, con la corbata suelta
bajo su chaqueta de terno gris, gritan ¡Viva Quito! Las mujeres que los
secundan se mueven al ritmo del reggaetón estridente que emite un parlante preamplificado
con el sonido sobre saturado. Los transeúntes miran el vehículo con aguda mirada
de fría indiferencia, como quien ve repetirse, una vez más, una escena ya vista
tantas veces. La chiva cruza la Av.
Patria, en dirección norte, por la calle Juan León Mera y se detiene frente al edificio
del Ministerio de Cultura, apagado a estas horas -o como dice un amigo, a toda
hora-, luce fantasmal mientras las caras sonrientes de los banner que proclaman
la inclusión cultural se mueven al viento, desteñidas en la opacidad de una
neblina que baja implacable.
Antes solía salir de la ciudad
para eludir esta fiesta colonialista. Ahora es la fiesta la que se ha ido
dejando un yermo espacio a la nostalgia.
El problema radica en que no se puede ser aguafiestas, sin proponer otra
alternativa válida y superior. Ese es el drama del Municipio cambiante, del
Alcalde anti taurino, de los ediles revolucionarios. Del funcionario municipal
que se alinea con la tendencia del alcalde, pero que en el fondo añora la
fiesta de Quito a la española, la embrutecida alcohólica y la alienante forma
de no ser nosotros mismos.
Hago parar un taxi en la
esquina del Ministerio de Cultura y, hecho el turista, le pido al taxista que me
lleve por el Quito festivo. No titubea en llevarme a la Zona: la Plaza Foch a
esta hora luce como otro día miércoles, con locales a medio llenar y unos
cuantos gringos caminando en alpargatas en el frio de la noche. Desciendo del taxi,
entro en un Cafenet y me encuentro un folleto con la programación oficial de la
Fiesta de Quito que ofrece carreras de
coches de madera, tarimas en las zonas de administración municipal norte y sur -en
el parque Bicentenario y Quitumbe- con salseros de la tercera edad que reemplazan
a los clásicos de antaño, cuando Ruben Blades y Cafetacuba encendían la fiesta.
En el folleto además advierto una clara inclinación por una programación roquera de conciertos al
aire libre en la Concha Acústica de la Villaflora, festivales juveniles en el
estadio universitario, etc. Es el marketing político dirigido a un cliente
nuevo, a pocas semanas de una contienda electoral en la que se pretende la
reelección del Burgomaestre con votos de la juventud. Que dirán de esta
propaganda subliminal los roqueros del sur, tan diferentes agazapados en las
tribus urbanas sacralizadas en un intento de inclusión por la propaganda municipal
que, en el fondo, no les incluye en nada. Es el nuevo paradigma de celebración
dirigido al cliente político del futuro: la juventud.
A esta hora los bares de la Foch lucen a medio gas, con su ritmo
habitual. En la salida norte de la ciudad los moteles no habrán duplicado sus
clientes, necesariamente. Las huecas barriales son visitadas por los mismos
vecinos. En el Centro Histórico las chivas a esta hora brillan por su ausencia,
mientras que la turística calle de La Ronda no altera su ya tradicional
movimiento. Esta noche Quito grita su ansiedad de vivir, como si la muerte la
acechara: ¡Viva Quito! Ese grito de batalla perdida que se volvió paisaje, es
el paradigma popular de una ciudad, a medio camino, entre aquello que fue y lo
que anhela ser.
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