Por Leonardo Parrini
Lo peor que puede suceder a la comunicación en una sociedad es el temor de
la gente a hablar, sin que nadie, aparentemente, nos lo impida. Algunos lo llaman
autocensura, otros temor, simplemente recato o, en criollo, ahuevamiento mediático.
Se trata del síndrome de abstinencia verbal en que incurrimos cuando nos
privamos de expresar una opinión en público, porque intuimos que nos traerá consecuencias
nefastas a nuestra seguridad personal, familiar o laboral. Esto suele suceder a
millones de personas en el mundo, pero cuando ocurre a quienes están llamados a
ejercer el poder de la palabra, la opinión reflexiva, la expresión vital, como
es el caso de escritores, líderes, periodista, etc., el tema se vuelve tanto
más preocupante.
Una reciente encuesta realizada en los EE.UU. por el Pen Club a 528
miembros entre los seis mil escritores afiliados, establece que la llamada vigilancia
informática o espionaje cibernético está provocando cambios sustanciales en sus
hábitos intelectuales. Sin duda, la encuesta es la reacción instintiva de los intelectuales
a lo que ya es un secreto a voces. El espionaje sistemático a los ciudadanos y
la violación de los derechos a la privacidad ejercida desde las empresas
servidoras en Internet, presionadas por el Gobierno norteamericano, es una
realidad innegable en el país que se jacta de ser paladín de democracia y
libertad.
Frente a esta realidad la autocensura está a la orden del día como el
gesto intimidado de quienes prefieren callar, porque en boca cerrada no entran
moscas, ni balas, ni fichajes policiales en tenebrosos expedientes de organismos
de inteligencia gubernamentales. Lo
cierto es que, según la encuesta del Pen, “el 28% de los escritores que respondieron dijo haber recortado o evitado
actividades en las redes sociales; el 24% dijo que se habían preocupado por
evitar ciertos temas en sus conversaciones telefónicas o en sus correos
electrónicos; el 26% dijo haber evitado escribir sobre ciertos temas”.
Los escritores norteamericanos, no sólo se limitan a tocar ciertos
asuntos, sino a usar en sus temas determinados términos que puedan delatar su ideología.
Consideran que algunas palabras prohibidas, o terroristas para el léxico del
buscador, pueden hacer saltar las alarmas de la NSA. Esta situación pone en
evidencia un hecho inconcebible: la libertad de expresión sucumbe en las manos
de los campeones de la democracia en el mundo, a través de una espada de
Damocles que pende sobre los cerebros compungidos de pensadores sometidos al
control mental.
Según la encuesta existe temor a decir lo que se piensa, y esa actitud es
el pan de cada día entre los intelectuales que se sienten criminales del
pensamiento por expresar su opinión. Ese sentido de culpa previa, ya arraigado
en su espíritu, los hace ser previamente autocensurados. Es, a no dudarlo, un
mal síntoma cuando una sociedad se convierte en república del silencio y sólo
los sonidos estertóreos del poder se dejan oír. La autocracia, la vigilancia y el espionaje
son fases de un mismo proceso: la pérdida de expresividad social. Y esta
espiral de silenció empieza en la censura de los actos, continúa con la censura
de las palabras y concluye con la obstrucción del pensamiento o autocensura.
La realidad que denota la encuesta norteamericana es válida para otros países
donde la palabra autocrática del poder, la connivencia entre servidores cibernéticos
y gobierno, conlleva a un totalitarismo amparado en la propia ley. La democracia
se fortalece en pluralidad, con la diversidad manifiesta de pensamiento y de palabra.
Un enemigo de esa pluralidad es el obsesivo control que los regímenes quieren
ejercer, a través de los medios electrónicos, espiando mensajes en las redes
sociales, comunicaciones telefónicas y envío de mails.
A este paso la tecnología,
que se supone democratiza la comunicación volviéndola más asequible, se transforma
en manos de los monopolios de la información, coludidos con los gobiernos, en el
peor enemigo de la libertad de expresar y disentir. No es descabellado pensar
que la comunicación en la posmodernidad engendra sus demonios en las entrañas
de sus propios medios de expresión, como metáfora del derrumbamiento de la libertad
y, al mismo tiempo, como fantasmagórica necesidad de su resurgimiento.
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