Antiguo aeropuerto de Quito
Por Leonardo Parrini
Los marineros tienen en cada puerto
un amor, dice un adagio poético. Parodiando la frase reconozco que, al menos,
yo tengo en cada aeropuerto un afecto, en el de Santiago de Chile y en el viejo
terminal aéreo de Quito.
Entrados los años ochenta mi madre
me visitaba con frecuencia en Quito y lo hacía en los pintorescos aviones de Ecuatoriana
de Aviación, tropicalísimamente pintados de mil colores, como para no extraviarlos
de vista nunca entre las nubes quiteñas, las más bellas del mundo. Precisamente
tengo la imagen del viejo Boeing de la flota ecuatoriana surcando el cielo de Quito un sábado
glorioso que recibí a mi madre por primera vez en mi hogar quiteño. El arribo estaba
programado para las 13h30 y, retrasado a la cita, pude ver la aeronave cruzar
el Parque de La Carolina cuando aún estaba a varias cuadras de la
pista del aeropuerto Mariscal Sucre.
Era un día soleado y la nave
destelló con un brillo tan intenso, como la emoción de saber que en ese avión
llegaba mamá. Ya en la sala de arribo internacional reconocí la figura de mi
madre, rodeada de maletas y bolsos de mano llenos de regalos y de ese vino
tinto, cabernet sauvignon chileno con el que pretendo un día despedirme de este
mundo con el corazón en bandolera. Mi madre, de pie junto a la reja de salida, era
la imagen misma de la seguridad extraviada en la infancia. Allí estaba esa mujer
de potente figura que te disipa los temores ante la vida. Allí, ese día aprendí,
por qué mis más intensos afectos filiales están ligados al viejo terminal aéreo
de Quito.
Las estadías de mamá en nuestro
hogar quiteño activaban un pulso de tiempo medido en horas de dicha, en minutos
de algarabía, en días compartidos entre el ir y venir de un lado a otro de la
ciudad y del país. Era época de los mangos maduros, sus preferidos. Días de paseos dominicales al santuario de Guápulo y caminatas por el parque El Ejido, hasta
que un tiempo inexorable marcaba la hora de su partida. Entonces, nuevamente,
el aeropuerto de Quito era el escenario de estremecedoras emociones ante la
incertidumbre de no saber si volvería a verla y la ansiedad por las turbinas
encendidas, como el corazón a punto de volar con ella a Santiago. El llanto ahogado
en la garganta y la escena de siempre: ella, mi madre, desapareciendo detrás de
los filtros de seguridad con maletas ahora llenas de recuerdos del viaje. Siempre sus últimas palabras eran de aliento, con esa convicción que te dan los
afectos, con ese anhelo con que enfrentamos el futuro como un desafío. Yo
trataba de imaginar la vida en espacios cotidianos después de esos adioses dolorosos, sin pensar en el futuro, porque entonces se volvían augurios premonitorios
de ausencias definitivas. Al día siguiente de su partida solíamos hablar por teléfono,
como si nada hubiera pasado y nuestras vidas transcurrieran en un día a día
compartido, sin contar los cinco mil quinientos cincuenta kilómetros que
separan la capital chilena de la ecuatoriana.
El último adiós
En el año 2006
mi madre me pidió que la visitara en Santiago para arreglar ciertos asuntos de
herencias. Acudí a su llamado a la brevedad posible, como el preludio de la
despedida final.
Durante los dos meses
que permanecí en su casa mantuvimos largos conversatorios, en los que revisamos
el tiempo perdido. Una tarde, mi madre sentada ante una pequeña cámara de video, me
dijo: Me fallaste, te fuiste y no regresaste
más. Me hubiera gustado tenerte cerca, si no aquí en casa, al menos cerca en
esta ciudad. Por eso odio a Pinochet, porque por ese viejo salvaje te fuiste y te perdí
como hijo. Yo la observaba a través del visor de la cámara, sin mover un músculo,
y le respondí: No me has perdido, mamá, estoy aquí
y siempre me has tenido, en la distancia. Mentira. La distancia es la forma
perfecta de perder lo que amamos. Es la sentencia irredarguible de que ya no volveremos
a ser los mismos. La distancia, terrenal o temporal, es un veredicto de
ausencia y olvido. Esa entrevista grabada con mi madre debió ser un corto
metraje, pero aún permanece inédita como un signo insuperado.
Al cabo de
dos meses en Chile, en agosto de 2006, regresé a Quito. La
tarde que mamá me despidió en el aeropuerto de Santiago le tomé la última fotografía
sentada en su silla de ruedas, mientras su rostro lucía un gesto de indescriptible
amargura y tristeza. Tuve la certeza, como un rayo, que no volvería a verla. Besé su rostro
tibio y húmedo de lágrimas y le dije que la amaba. Caminé hacia el filtro de seguridad
y antes de perderla de vista me detuve, gire y disparé mi cámara. El resultado
es la fotografía más dolorosa que he tomado en mi vida: la última imagen de mi
madre, perdiéndonos para siempre. Dos años después, ella murió de infarto
cerebral un 24 de febrero del que hoy se cumplen cinco años.
Corrijo el
inicio de esta narración: no tengo un amor en cada aeropuerto, sólo hay uno fundido
a los rotundos afectos de mi vida. Hoy que el viejo aeropuerto de Quito ha
cerrado sus puertas, he regresado a sus instalaciones a buscar la imagen de mi
madre arribando alegre a Quito. Vital, entera como una promesa que borre de mi
memoria para siempre ese instante infinito en que tomé la fotografía del postrimero
adiós al ser humano más importante, ese único amor evocado entre dos
aeropuertos inolvidables.
".....la distancia. Mentira. La distancia es la forma perfecta de perder lo que amamos".
ResponderEliminarSi. La distancia, el estar lejos, es una forma de estar vivos-muertos en los corazones de nuestros queridos.
La distancia nos roba tiempos...
La distancia separa afectos....
La distancia entierra recuerdos !!!