GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

sábado, 22 de diciembre de 2012

CUENTO DE NAVIDAD

Por Leonardo Parrini
 
Evocar el primer juguete es tan emocionante como recordar el primer amor. Las conmociones pueden ser las mismas, el recuerdo del estremecimiento corporal por la emoción de sentirlo cerca es igual. El primer juguete y el primer amor tienen en común el descubrimiento lúdico, prodigioso del mundo. Pero además van unidos a esa provocación irrefrenable de los sentidos. 

El primer juguete pudo oler a madera, a plástico, a lata; el primer amor huele a fruta, a cuerpo tierno y chocolate. El primer juguete emerge a través de sonidos y susurros de la infancia. Suele tañer a matraca, a roce de maderas, a desenrollar un mecanismo a cuerda que lo impulsaba de un lado a otro. El primer amor tiene el eco de una risa, la armonía de una melodía lejana, el zumbido de un moscardón atrapado en un visillo en una tarde de siesta. El recuerdo de aquellos primeros afectos siempre viene asociado a resonancias íntimas, secretas. 

El primer juguete, probablemente, fue hecho por las manos hábiles y febriles de algún artesano. Mago de la madera y de la cola blanca, hacedor de artefactos que se animan por la mano de un niño. Mi primer juguete era una catapulta de madera. Mi primer amor era una muchacha de porcelana. Ambos alborotaron mi infancia de distinta y similar manera. Con esa emoción de las cosas amadas, que advienen, se quedan y van en un juego de ser y no ser. Esas cosas queridas sobre las cuales no alcanzas a sentir posesión ni pertenencia, por la sencilla razón de que son fugaces, como si fuesen prohibidas. 

Con el primer juguete jugaba en solitario, al primer amor amaba a escondidas. Ambos sabían de rincones y penumbras, de escondites secretos. La catapulta era de color verde y disparaba unos pequeños dardos de madera. Olía como huele la madera recién lijada y aroma de pintura al agua. Mi primer amor era una niña del barrio que olía como huelen las flores silvestres. 

Solía yo pasar las tardes jugando con la catapulta, disparando a monstruos imaginarios con la emoción que te confiere el poder sobre las cosas que dan o quitan la vida. Esa sensación de ser un pequeño dios, con el don de la ubicuidad en el mundo, que me hacía sentir poderoso. Con la misma plenitud que me provocaba estar junto a mi chiquilla amada. Ella solía asomarse a la ventana de su casa, tras los visillos como una imagen etérea, difusa, con un blazer marrón sobre una blusa turquesa. El cabello recogido sobre un rostro pálido y angelical, incorpóreo. 

Con el recuerdo de lo amado el tiempo quiso ensañarse y sepultar en el olvido a mi primer juguete y a mi primer amor, sin conseguirlo. Perviven como un antiguo anhelo, como una vivencia extinguida que, por lo mismo, perdura como estigma en la memoria poética, aquella que dice Kundera, nos permite recordar sólo las cosas que amamos.

Llegaron en un tiempo de iniciaciones y se quedaron para siempre entre las cosas evocadas con estremecimientos. No caben en baúl alguno de los recuerdos. Suelen revivirse con tal nitidez, que apenas es cuestión de cerrar los ojos y añorar el primer juguete y el primer amor, para volver a ser el niño que fui y que se perdió a la vuelta de una vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario