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domingo, 24 de junio de 2012

MUCHO RUIDO, POCAS NUECES


Por Leonardo Parrini

La destitución del presidente Fernando Lugo, sustentada en un acuerdo del Congreso paraguayo por una mayoría de 39 votos contra 4, cuyo argumento fue “el mal desempeño de sus funciones”, desencadenó la inmediata reacción de los países latinoamericanos que, con un denominador común de rechazo al nuevo régimen, manifestaron su intención de aislar y desconocer al entrante gobierno de Federico Franco.

A simple vista las decisiones de Argentina, Ecuador y Venezuela de retirar sus embajadores de Asunción y la de Chile, de llamar a consulta a su representante diplomático ante Paraguay, hablan de una vocación constitucional y madurez democrática en un continente que ha permanecido buena parte de su historia republicana regido por dictaduras, militares o civiles, que por gobiernos legitimados en la voluntad popular. Bajo esa epidermis constitucionalista asistimos a la consolidación de una diplomacia montonera, de bloque y de acuerdos colectivos, gracias a la nueva correlación de fuerzas políticas que impera en América Latina.

Una diplomacia que presiona, pero no sanciona; que insinúa, pero no concreta. Los acuerdos de rechazo en los organismos subregionales como Mercosur y las Cumbres presidenciales, hasta este instante, no se muestran suficientes para motivar y conseguir la reposición del mandatario paraguayo depuesto. Anteriormente observamos el mismo fenómeno ante el golpe de Estado que depuso al presidente Manuel Zelaya de Honduras, quien tuvo que dejar el cargo, sin vuelta atrás, pese a la presión latinoamericana contra los usurpadores del poder en ese país.

¿Qué hace que seamos un continente de fácil palabra y difícil acción?

Somos un continente declaratorio que gusta de los gestos espectaculares, de histrionismos políticos y golpes de efecto propagandístico, muy común en los regímenes que miden fuerzas y sobreviven a través del impacto que las estridencias del verbo provocan en las masas electorales.  

Los países sudamericanos, conducidos por políticos de liderazgos temperamentales, nos unimos en las formalidades y  protocolos que nos proyectan con buena imagen ante las cámaras. Pero cuando se trata de imponer el respeto a nuestros derechos, nos quedamos en el discurso de una realidad continental donde todavía mantienen vigencia la demagogia política, la desigualdad económica y la exclusión social.  

La razón que explica este panorama de diplomacias declarativas es que, dicho en verdad, aun no consolidamos un proceso de unidad continental que vaya más allá de las coyunturas y nos permita actuar coludidos, por un mismo destino, frente a las presiones externas de potencias transnacionales. Todavía nos importa mucho el qué dirán los EEUU o los organismos multilaterales que nos otorgan créditos a cambio de actuar bajo sus designios.

Vivimos una democracia que luce bien en los desfiles cívicos y en los foros académicos, pero que en el fondo no alcanza el poder de una voluntad política intransable. Esa misma democracia simulada nos hace practicar una diplomacia de podio que insufla estridentes discursos, pero que consigue escuálidos resultados en la práctica.

Qué falta que nos hace falta vivir una democracia convertida en forma de ser más soberanos ante nosotros mismos y ante el mundo. Una democracia que permita ejercer una diplomacia, con menos ruido y más nueces, que imponga el respeto por nuestros mejores principios continentales como sociedad madura en la convivencia y en la connivencia de pueblos hermanos.

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