Por Aitor Arjol
Si Quito amanece
como una capital extraña, es porque me refiero a que uno levanta el ojo, sobre
su almohada, lo cruza a través de la ventana, y la capital se agiganta, o se
estrecha, o finalmente se estrella contra el hecho de despertar. Nos ha debido suceder alguna vez. Por extraño
que lo parezca. Algunos edificios se enturbian mientras el sol acomete sus
primeras andanzas. Otros, sin embargo, le hacen la competencia y parecen más
blancos que nunca. Las aceras grises. Los crecientes bocinazos del tránsito. La
pelea de algún lejano mirlo. La bulla del gentío. La abrumadora presencia del
transporte público, para quienes la prudencia no es más que el espejismo de un
buitre. Poco a poco la ciudad nos hace frente, a cada quien en un lado
diferente de las sienes, pero al fin y al cabo, nos pertenece, cualquiera que
fuera el punto cardinal donde bosteces, te cepilles los dientes o dejes caer el
agua fría, tibia o caliente. Los patacones vienen después. O cada quien su
queso. O será que salen en ayunas, más acelerados que una patineta, o con la
desgana del lunes, o con el sobresalto de los viernes, o con la particular
pereza de los sábados. Así es cuando vives aquí todos los días y no te separas
de la rutina por un instante.
Por lo demás, la
extrañeza no solo viene dada por desembarazarse del sueño, sino también por ser
consciente de ello. Porque hay quienes poco les importa cómo es la capital, o
como le amanece a uno, porque todos los días son iguales. Levantarse. El libre
asueto del desayuno. Practicar la monotonía de la oficina. Levantarse para ser
merecedor de un buen almuerzo. Registrar la salida. Y poco más. La misma breva,
como dicen en algunas latitudes. Apenas la silueta de la cordillera. Una ciudad
estirada más allá de donde conviven los páramos. De este a oeste. De norte a
sur. Depende cómo se mire o por dónde empieces. Porque cada mes, pareciera que
emprende la huida en cada uno de sus extremos y se pierde por Machachi o por
Carapungo o por Carcelén y Quito engulle a todos, prácticamente a todos los
despistados, hasta el mismísimo puente del río Chiche y, si no nos damos
cuenta, a punto está de embriagarse con el valle, o con el vuelo de un
cóndor. Como dije, en caso de darse
cuenta.
Sin embargo,
podemos preguntamos qué sucede con aquellos para quienes además de esta ciudad,
ha habido otras. Otras en las que han practicado el buen o mal vivir durante
muchos años. Otras ciudades que se compenetran en sus vidas que no son más que
un largo sendero de diferentes sueños. Pongamos un viajero. O un nómada. O un
artista de los pasos de cebra. O un profesional de la cooperación al
desarrollo. O un escritor al que le guste tomar el pulso en distintos países. O
una mariposa que saliera de su crisálida en la selva y emigre para morir en
Honduras. O un atento observador. Para ellos, como para muchos otros que no se
cita por aburrimiento, la extrañeza viene dada desde afuera, desde la
perspectiva de más allá, y puede que tengan un grado excepcional de asombro.
Asombrarse hasta de lo más simple. Sorprenderse como si la vida fuera en ello.
Tomar nota con el corazón más abierto o tal vez más cerrado, ante cualquier
motivo, cuestión, movimiento, hábito, detalle arquitectónico, liviandad del
viento, sostén colgado en la azotea, medias gozando el devenir de su humedad,
guardias hablando por teléfono mientras la seguridad les importa un comino o
aquella viejecita con su cesta ofreciendo media docena de bizcochos de Cayambe
por un diáfano dólar.
Cualquier detalle,
en el sentido anterior, en la hora o día que nos fijásemos de antemano, es
capaz de levantar desde un cuento hasta una profunda tesis filosófica. O una
sonrisa. O un silbido. O una atención. O despertar el hambre. Por qué no. Hacer
que las tripas rugan como leones endemoniados. Y si, por esto de las latitudes,
nos gusta más lo que huele a pueblo y menos lo que tiene un tufillo de altísima
clase social, habrá que detenerse en cualquiera de los “agachaditos”, que no
solo abundan por la Floresta, como hace un par de años afirmaba un reconocido
periodista viajero español. Claro que, no es lo mismo escribir de lejos que
hacerlo in situ y en estrecha convivencia con la respiración de Quito. Así que,
agachadito, de pie junto al mostrador o sentado en el borde de la acera, si nos
olvidamos del norte por un rato, y agarramos la mochila, o las dos ruedas, o
los dos pies, o simplemente soñamos con el espíritu tranquilo, emprendemos la
huida y nos olvidamos de quiénes somos, podemos llegar hasta cierta avenida.
Una tribuna. Un domingo a mediodía. Un sol extraordinario. Una abundancia de
gentes nobles y que viven un día después de haber trabajado los restantes o
trabajan ese día para que a los demás nos permitan vivir. Una señora de unos
sesenta años atiende el local, entre una vieja licuadora, cubos, vasos
plásticos y, ante todo, una prominente sonrisa. Le acompaña su hijo. Que por
añadidura cuenta que había emigrado y vivido unos cuantos años en Madrid.
Haciendo de todo. El oficio del humilde trabajador. Camarero o lo que aquí
cuentan como mesero. Cuidador. Acompañante. Tal vez carpintero. El caso es que
una vida dura pero acometida con honradez. Eso es suficiente como para
escucharle hasta la última noche de nuestras vidas. Y por si tuviera que ser
más esencial, encima de una olla, con gran solemnidad, un cartel anuncia que
hay caldo de gallina. Caldo de gallina para esta extraña y bella ciudad.
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