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E c u a d o r - S u d a m é r i c a

viernes, 23 de enero de 2015

CALDO DE GALLINA


Por Aitor Arjol

Si Quito amanece como una capital extraña, es porque me refiero a que uno levanta el ojo, sobre su almohada, lo cruza a través de la ventana, y la capital se agiganta, o se estrecha, o finalmente se estrella contra el hecho de despertar. Nos ha debido suceder alguna vez. Por extraño que lo parezca. Algunos edificios se enturbian mientras el sol acomete sus primeras andanzas. Otros, sin embargo, le hacen la competencia y parecen más blancos que nunca. Las aceras grises. Los crecientes bocinazos del tránsito. La pelea de algún lejano mirlo. La bulla del gentío. La abrumadora presencia del transporte público, para quienes la prudencia no es más que el espejismo de un buitre. Poco a poco la ciudad nos hace frente, a cada quien en un lado diferente de las sienes, pero al fin y al cabo, nos pertenece, cualquiera que fuera el punto cardinal donde bosteces, te cepilles los dientes o dejes caer el agua fría, tibia o caliente. Los patacones vienen después. O cada quien su queso. O será que salen en ayunas, más acelerados que una patineta, o con la desgana del lunes, o con el sobresalto de los viernes, o con la particular pereza de los sábados. Así es cuando vives aquí todos los días y no te separas de la rutina por un instante.

Por lo demás, la extrañeza no solo viene dada por desembarazarse del sueño, sino también por ser consciente de ello. Porque hay quienes poco les importa cómo es la capital, o como le amanece a uno, porque todos los días son iguales. Levantarse. El libre asueto del desayuno. Practicar la monotonía de la oficina. Levantarse para ser merecedor de un buen almuerzo. Registrar la salida. Y poco más. La misma breva, como dicen en algunas latitudes. Apenas la silueta de la cordillera. Una ciudad estirada más allá de donde conviven los páramos. De este a oeste. De norte a sur. Depende cómo se mire o por dónde empieces. Porque cada mes, pareciera que emprende la huida en cada uno de sus extremos y se pierde por Machachi o por Carapungo o por Carcelén y Quito engulle a todos, prácticamente a todos los despistados, hasta el mismísimo puente del río Chiche y, si no nos damos cuenta, a punto está de embriagarse con el valle, o con el vuelo de un cóndor.  Como dije, en caso de darse cuenta.

Sin embargo, podemos preguntamos qué sucede con aquellos para quienes además de esta ciudad, ha habido otras. Otras en las que han practicado el buen o mal vivir durante muchos años. Otras ciudades que se compenetran en sus vidas que no son más que un largo sendero de diferentes sueños. Pongamos un viajero. O un nómada. O un artista de los pasos de cebra. O un profesional de la cooperación al desarrollo. O un escritor al que le guste tomar el pulso en distintos países. O una mariposa que saliera de su crisálida en la selva y emigre para morir en Honduras. O un atento observador. Para ellos, como para muchos otros que no se cita por aburrimiento, la extrañeza viene dada desde afuera, desde la perspectiva de más allá, y puede que tengan un grado excepcional de asombro. Asombrarse hasta de lo más simple. Sorprenderse como si la vida fuera en ello. Tomar nota con el corazón más abierto o tal vez más cerrado, ante cualquier motivo, cuestión, movimiento, hábito, detalle arquitectónico, liviandad del viento, sostén colgado en la azotea, medias gozando el devenir de su humedad, guardias hablando por teléfono mientras la seguridad les importa un comino o aquella viejecita con su cesta ofreciendo media docena de bizcochos de Cayambe por un diáfano dólar.

Cualquier detalle, en el sentido anterior, en la hora o día que nos fijásemos de antemano, es capaz de levantar desde un cuento hasta una profunda tesis filosófica. O una sonrisa. O un silbido. O una atención. O despertar el hambre. Por qué no. Hacer que las tripas rugan como leones endemoniados. Y si, por esto de las latitudes, nos gusta más lo que huele a pueblo y menos lo que tiene un tufillo de altísima clase social, habrá que detenerse en cualquiera de los “agachaditos”, que no solo abundan por la Floresta, como hace un par de años afirmaba un reconocido periodista viajero español. Claro que, no es lo mismo escribir de lejos que hacerlo in situ y en estrecha convivencia con la respiración de Quito. Así que, agachadito, de pie junto al mostrador o sentado en el borde de la acera, si nos olvidamos del norte por un rato, y agarramos la mochila, o las dos ruedas, o los dos pies, o simplemente soñamos con el espíritu tranquilo, emprendemos la huida y nos olvidamos de quiénes somos, podemos llegar hasta cierta avenida. Una tribuna. Un domingo a mediodía. Un sol extraordinario. Una abundancia de gentes nobles y que viven un día después de haber trabajado los restantes o trabajan ese día para que a los demás nos permitan vivir. Una señora de unos sesenta años atiende el local, entre una vieja licuadora, cubos, vasos plásticos y, ante todo, una prominente sonrisa. Le acompaña su hijo. Que por añadidura cuenta que había emigrado y vivido unos cuantos años en Madrid. Haciendo de todo. El oficio del humilde trabajador. Camarero o lo que aquí cuentan como mesero. Cuidador. Acompañante. Tal vez carpintero. El caso es que una vida dura pero acometida con honradez. Eso es suficiente como para escucharle hasta la última noche de nuestras vidas. Y por si tuviera que ser más esencial, encima de una olla, con gran solemnidad, un cartel anuncia que hay caldo de gallina. Caldo de gallina para esta extraña y bella ciudad.

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