Por Leonardo
Parrini
«No es bueno que a uno le quieran tanto, tan joven, tan
temprano. Te acostumbras mal. Creemos haber triunfado. Creemos que eso existe
en otra parte, que lo podemos encontrar. Con el amor materno, la vida te hace
al alba una promesa que jamás cumple”, dejó escrito
Romain Gary y tiene razón.
Yo también te
hice una promesa al alba y había una playa solitaria de cielos cubiertos y un mar
de mercurio bajo la cortina gris de una lluvia pertinaz. Cogida mi mano eludías el ir y venir de las
olas que se estrellaban en tu pecho. Porque toda evocación es una pesquisa, un
atrapamiento y allí, entre el abandono y la nostalgia, emerge tu recuerdo como
un velero saliendo de la bruma.
Entrados los
años sesenta te veía trabajar en la vieja máquina Singer que traqueteaba y traqueteaba,
mientras un niño corría y se trepaba en tus faldas y se colgaba de tu cuello
con esa algarabía que solo nos devuelve la
infancia. Y ese niño le temía a la muerte, a tu muerte inexorable y temprana,
como un zarpazo de alas negras, mi infante corazón se apretaba contra el fondo
de mi pecho.
El amor tiene la
forma de la ansiedad y uno pasa el tiempo haciendo cosas inútiles, sobre todo cuando se está enamorado. Y el amor maternal tiene de
común denominador ese atrapamiento, como a un Edipo.
Y en otra playa,
años más tarde, te veo sonreír con un perfil de diosa terrenal, tus cabellos de
negro ensortijados desafiantes al sol. Y sonríes, nada más, sonríes con una sonrisa
perenne en esa foto que aun guardo como un raro tesoro que conservo en mi vida.
Y ahora que me voy
en busca del tiempo perdido, vivido y extraviado en el confín de los años al amor
de madre, como un Proust de epistolario maternal, te hablo en la nostalgia y te
escribo cartas que nunca llegan a su destino.
Yo también escribía
cartas enamorado de tu amor, porque “el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará
sufrir y el amor es una enfermedad inevitable, dolorosa y fortuita”. En una época
en la que teníamos el anhelo, casi el proyecto de vida, de vivir cada vez más
próximos el uno del otro.
Como un Proust “al
inclinar su adorable cabeza sobre mi cama, y acercármela como una hostia, para
el acto de la comunión en que mis labios bebían con deleite la sensación de su
presencia real, y con ella la posibilidad del sueño", así María Elena
entraba en mis sueños nocturnos a vigilar mi sueño de niño.
Allí están las
postreras imágenes de nuestra despedida final en la sala de espera de un
aeropuerto. Y tu rictus de dolor con ese gesto imborrable punzándome el alma,
con esa expresión tan tuya que me llevaba para siempre tan mía.
Porque esta no será
la última oración de mi vida, pero sí de la tuya, en tu muerte que no existe,
porque la vida y la muerte no coexisten. Por eso trasciendes, ángel
alado, regresas a nacerme y darme la vida que me diste y la extravié con tu
partida, María Elena que habitas por siempre en ese territorio de cielos cubiertos
que es tu recuerdo imperecedero.
La tarde de tu
muerte me refugie en la desolación de una ciudad donde todas las calles
llevaban tu nombre. Y era imposible no cruzarme con tus brazos abiertos a la vuelta
de cada esquina. María Elena, madre mía, no permitas
que esta vida sin ti sea eterna.
Madre, perdóname
por visitar sólo en sueños la tumba que no conozco, por levantar esta oración
como un cáliz y brindar por esos años que me diste y nos dimos. Madre que estás en
un cielo cubierto de nostalgias, lluvia de interminables recuerdos, ventisca de
furiosas evocaciones, dolorosas tempestades desatadas sobre mi alma.
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