Por Leonardo
Parrini
Alguna vez soñé
que era un náufrago, que mi nave había sucumbido en medio del océano y que,
luego de un lapsus de inconsciencia, despertaba sobre la playa de una isla
desierta. Puro simbolismo, buen material para los freudianos, pero antes de
sucumbir a la tentación del psicoanálisis, concluyo en que los sueños son una
proyección de nuestras incertidumbres.
Precisamente,
terminaba la otra noche de ver, por enésima vez, esa magnífica película
protagonizada por Tom Hanks, Cast Away (Náufrago).
Chuck Noland, un analista de sistemas obsesionado con el tiempo, viaja por el
mundo resolviendo problemas de productividad de los depósitos de FedEx. En un
viaje su avión vuela a través de una violenta tormenta y se estrella en el
Océano Pacífico. Chuck logra escapar del avión que se hunde y es salvado
por una balsa salvavidas inflable. Al despertar, se encuentra en una isla y descubre
que está deshabitada. Poco tiempo después dibuja en una pelota una cara con la
marca de la mano sangrienta: la nombra Wilson y la transforma en su interlocutor
de simbólicos soliloquios.
Cuatro años más tarde,
Chuck, delgado, con barba, pelo largo, lleva un taparrabos. Se ha convertido en
experto en lancear peces y encender fuegos. Al cabo de cuatro años de soledad
en la isla, Chuck construye una balsa con todos los materiales disponibles y se
lanza al mar. Tras unos días a la
deriva, sobreviviendo a fuertes tormentas, Wilson cae de la balsa y
se pierde, dejando a Chuck abrumado por la soledad. Más tarde, es encontrado a
la deriva por un buque de carga.
Precisamente, esta
semana la prensa publica el hallazgo de un hombre que permaneció durante un año
a la deriva en alta mar, pero sin Wilson. Es un pescador salvadoreño de 37 años, José Salvador
Albarengo, que afirma haber sobrevivido 13 meses en el océano Pacífico. Luego de haber zarpado de México fue encontrado cerca de las Islas Marshall, en el atolón de Ebon. Según su relato, se hizo a la mar el
24 de diciembre de 2012, en una embarcación de fibra de vidrio que fue desviada
por los fuertes vientos, extraviándose. Su compañero de viaje, un muchacho de
17 años murió de inanición a las pocas semanas. Al desembarcar de la lancha patrullera
que lo rescató, en Majuro, el náufrago lucía larga barba y el rostro sonriente.
Había transcurrido un año de su extravío
en alta mar.
Los
simbolismos del naufragio
Lo curioso es que
ninguno de los dos náufragos de esta historia hizo uso del símbolo de los naufragios: el mensaje en la botella. Por el contrario, buscaron en el entorno
inmediato donde les tocó permanecer, todos los elementos que le ayudaran a
sobrevivir. El personaje del filme, Náufrago
llegó a convertir a una pelota en su inseparable compañero de tertulia monólogo.
El náufrago salvadoreño hizo gala de su conocimiento ancestral del elemento marino
y sobrevive comiendo pájaros y peces crudos.
Pero ¿cuál es el
común denominador en estas dos historias? Sin duda, ambas son una metáfora de
sobrevivencia, de escamotear a la muerte lo que resta de vida. Si nos remitimos a los sueños, el miedo a que
nuestro proyecto de vida se destruya, es una constante simbólica de un
naufragio. Soñar que naufragamos simboliza un presagio de peligro o amenaza a
nuestros proyectos y esperanzas actuales, ya sean en amistad, en amor, en
trabajo o en los negocios. Naufragar quiere decir grandes penurias, apremios
financieros, pérdidas de dinero, deudas, infortunio, desamparo y soledad.
Daniel Defoe en
el siglo XVIII crea Robinson Crusoe y, de esta manera, nace el estereotipo del hombre actual: un ser capaz de
sobrevivir por sí mismo en una isla desierta, individualista pero, también, más
solitario y desconfiado. Hoy en día, las ciudades están llenas de náufragos, de
personajes solitarios en busca de un relato en el que encontrar la comprensión
que no hallan en la rutina de sus vidas.
Ya en la realidad
el náufrago es un protagonista de aislamiento soliscista en diálogo perpetuo consigo
mismo. Sobreviviente de las vicisitudes de la vida, se yergue como el típico y primitivo
Man made himself. En esa travesía el náufrago
aprende a interaccionar con la naturaleza, a través de un instinto de orientación
desarrollado y la capacidad exacerbada de hablar solo.
Los náufragos
simbolizan, acaso, al hombre posmoderno, como una metáfora de nuestro tiempo. Una
vez ocurrido el naufragio de las verdades perennes, tocado a su fin las utopías
y puesto todo en un plano relativo, incluidas la política, la ciencia y la religión.
El náufrago posmoderno que sucumbió en el océano de cemento de nuestras urbes
tormentosas, no tiene más remedio que resignarse a no ser nunca rescatado. A pesar
de haber lanzado una botella al mar, ya hace mucho tiempo, con un mensaje de socorro.
Ese sentido de ausencia de salvación, de destino irremediable, es lo que
incomoda porque, si bien ya no funcionan
las utopías, ahora se han impuesto los mitos y las verdades a medias en medio
de un océano de mentiras.
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