Chile,1960
Por Leonardo Parrini
No me removía la memoria telúrica
hacía rato un temblor como el de ayer que, según reportes, fue de 6.9 grados en
la escala del señor Charles Richter y que tuvo epicentro localizado en el suroeste
de Colombia. El sacudón fue horizontal y tan largo, que me dio tiempo de evocar
los movimientos telúricos que he vivido en mi vida. Esos de verdad, que devastan
ciudades completas y hunden al país en un caos, con víctimas fatales que se
cuentan por miles y daños materiales incalculables. Claro, cataclismos de esa magnitud
no los he vivido en Ecuador, sino en Chile, país telúrico por naturaleza.
Habitábamos con mi madre, María Elena, el viejo caserón
de la calle Maruri, en el número 419, a unas cuantas casonas del inmueble de
dos pisos en el 513, donde el joven Neruda escribió su inolvidable Crepusculario en 1919, texto en el que describe
los atardeceres más hermosos del mundo en versos de Los Crepúsculos de Maruri. El caserón de Maruri resistió, que yo
recuerde, varios terremotos durante mi infancia.
El primero que sacude mi
memoria ocurrió el 4 de septiembre de 1958, jornada de las elecciones presidenciales
que llevaron al poder a Jorge Alessandri R., el mandatario más reaccionario elegido
en votación popular durante la segunda mitad del siglo XX, conspicuo burgués, pederasta
y represor del pueblo, según sus opositores. Don Choche, como le llamaban las
señoras empingorotadas de los barrios altos santiaguinos, fue el segundo terremoto que le sucedió al país ese 4
de septiembre, por ser recordado como uno de los gobiernos más nefastos de la historia
de Chile. Ese día que fue elegido Alessandri, durante 6 minutos se sucedieron
tres remezones de intensidad 7.3 el más fuerte, con epicentro a pocos kilómetros de Santiago
hacia la cordillera, en El Cajón del Maipo. El terremoto ocurrió a nueve minutos de las 6 de la
tarde, hora en que los lugares de votación aún estaban atestados de gente y fue
allí donde se dio el mayor número de heridos por el desplome de las viejas escuelas
y colegios donde se sufragaba ese día. El caserón de Maruri se estremeció tan
violentamente que, abrazados con mi madre, ambos rodamos por el suelo.
Dos años más tarde, en 1960, tuvo
lugar el terremoto más devastador que registra la humanidad con epicentro en la
fluvial ciudad de Valdivia, a 841 kilómetros al sur de Santiago. El remezón se sintió
con brutal intensidad en la capital, y esa vez que no alcancé a refugiarme en los
brazos de mi madre, rodé los 32 peldaños de la escalera que conducía a la
calle. Mi madre se quedó hasta el último instante en la planta alta, todo el
tiempo que demoró en apagar la vieja cocina a gas y desconectar el circuito eléctrico
de la casona, antes de llegar a abrazarme con telúrica ternura sobre los
adoquines de la poética calle Maruri.
La fuerza de la ternura
En 1971, en el también telúrico
y revolucionario gobierno de Salvador Allende, ocurrió un terremoto esta vez al
norte de Santiago. El 8 de Julio, a las once de la noche con cuatro minutos, un sismo de magnitud 7,7 en escala de Richter, sacudió la zona central de
Chile, con epicentro próximo a las ciudades de Illapel, Los Vilos, Salamanca,
Combarbalá, Petorca y La Ligua. Se reportaron 85 muertos y 451 heridos en la
zona afectada. Personalmente, tuve la penosa tarea de rescatar algunos de ellos,
en la localidad de Petorca, donde quedaron sólo 4 casas en pie, durante las
jornadas de ayuda voluntaria que realizamos como estudiantes. Recuerdo que esa ocasión
decidí emborracharme, la primera noche de campamento, para evadirme del
dantesco espectáculo ante la destrucción total del pueblo.
No obstante mis telúricas vivencias en los terramotus chilensis, la palabra me
subyuga y, curiosamente, el término telúrico
lo consigno para designar una cualidad, más bien,
positiva. Me explico. Así como existen países telúricos, hay también seres
humanos telúricos, según decía mi padre. ¿Y cómo son? El diccionario dice que telúrico es relativo a
la tierra, su sinónimo más cercano es tectónico, palabra que tiene relación con
los plegamientos, las deformaciones, fallas de la corteza terrestre y las
fuerzas internas que los originan. Por esa razón los terremotos son de origen tectónico,
si no, volcánico.
Mi padre usaba el término telúrico para referirse a sus
amigos poetas o aquellos que sin ser sus amigos, admiraba. Así descubrí que Pablo
Neruda, Pablo De Rokha, y Pablo Picasso fueron seres telúricos, además de poéticos.
Como mi propio padre, que me legó su obra en algunos libros suyos de resonancia
en Chile, entre ellos: Había una vez, Infancia Robada, Caracol, Relatos Prohibidos
y Cuba Si, además de algunos artículos de prensa de la autoría de Vicente Parrini. Mi padre, telúrico como el mismo,
terrenal de fuerzas irascibles, violento en medio de su ternura, acude a mi
mente cada vez que la tierra se remece bajo mis pies. Y mi espíritu, acaso también
telúrico, reclama ese abrazo protector de mi madre que me hacía estremecer más
que los mismos terremotos.
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