Por
Aitor Arjol
Seguro
que soñamos. ¿En una noche de lluvia? Sería un golpe de locura. Un asunto del
azar. Eso de soñar en una noche en que la tormenta borrara la poca o mucha
suciedad de la acera. O el mal olor del adoquín. O la silueta maltrecha de
aquella torre, la de la iglesia de Santo Domingo, algo más blanca que el
bostezo de tu ropa íntima. Que no me olvido. La silueta de una braguita blanca,
colgada de la barra como si fuera un chorizo del amanecer. Del buen humor no
carezco, ¿no crees?
Pero
no sé si usted lo soñará, o por el contrario le apetecerá vivir los síntomas de
cada día sin esperar a que el siguiente difiera de contenido. Así hubiera
llovido aquella noche y, en el resto de las mismas, así luciera un sol de
incógnito templado por el viento de los páramos o digiriéramos la nubosidad de
la excusa de habernos besado. Es tanto lo que no sabemos y tan poco lo que
pensamos.
Porque
aquella vez, a las ocho de la tarde según mis ojos estivales de Valparaíso,
emergimos de las esquinas, porque llegábamos tarde, y nos sentamos en el
bordillo, con los pies colgando cuesta abajo, adivinando la muerte de los
minutos y, a pesar de muchos, contándonos al oído todo lo que habíamos vivido
hasta el momento. Yo que era más sombrío y tú más enterada. Que la distancia es
un desespero. Que estar tan lejos es la huida del cancerbero. Que regresara de
una vez. Que íbamos a vivir un sueño. Que abandonáramos el miedo. Que todo se
circunscribe a una sonrisa. Al maldito celular que, por una vez, goza de un
hechizo bello. Eso de que sonara a tanta distancia. Que soy yo. Que como estás.
Que hace un par de días se me terminó el saldo y tengo que esperar a que me lo
recompongan con la tarifa del mes que viene y, ¿qué soñamos?
Al
fondo la calle seguía bajando. Supongo que con algún propósito. Porque la
orografía está escondida. Porque la ciudad es como una marisma de adobe. Porque
una pareja de borrachos se yerguen entre ellos mismos para no perder el
equilibrio. Porque nadie sabe que estamos aquí. Que no parecemos los hijos de
un suspiro. Y nadie está en su sitio. Y que por fin regresé. Algo que fue como
un flujo necesario. Como una mariposa que hubiera sobrepasado el mayor de los
malos tragos, viviendo tan lejos, con un proverbio en forma de vuelo distante.
Que el avión aterrizó así de plano, sobre mil palabras. Que tú tenías un largo
vaso de café templado, entre las manos, uno de esos vasos plásticos que sirven
en las estaciones rápidas del consumo pero que, al fin y al cabo, para esperar
era lo necesario. Y ahí nos detuvimos. O mejor dicho, frenaron las dos maletas.
Ambos sonetos con ruedas. Y el café se calentó. Y los labios también. Y fue el
amor. O tal vez el resentimiento. O después todo fue así. Y seguimos contando.
Con
el pie izquierdo me topé con una botella de cerveza. Semivacía. Imperfecta.
Beba levadura del país, para ánimo del consumo nacional. Porque si es
extranjera, me tocan las narices con tanto impuesto. Ojalá trajeran acá la
Kutsmann, con ese frío de Valdivia tan certero en las gotas de sudor sobre el
cristal. Y la cerveza rodó. Calle abajo. Armando un estrépito alcohólico. Para
Santo Domingo se fue el poco líquido vital que llevaba dentro. Y estacioné mis
ojos en ti. Y bueno, que se vaya la cerveza, porque de pronto nos queda más en
otra botella que nada tiene que ver con la que se había ido.
Quizás
fuera el sueño, que nos apretaba como dos gloriosos tartamudos del nuevo siglo.
Que se fue la cerveza. Pues que se fuera. Y nos llevamos las manos. Y después
apagamos la luz. ¿Cuál luz? Espera que te cuento. Un fuerte trueno concluyó con
el último soplo del cielo. Ambos lo sentimos en las carnes. Nuestras carnes,
que no son impermeables a la lluvia. Y el sonido, tan impactante como el
disparo de una escopeta muerta, también había interrumpido la charla del avión.
De cómo me recibiste. De qué tal en el austro. Cómo le fue su pulso con el
océano Pacífico. Cómo le fue en Punta Tralca. Si vi al vate feliz o al otro
circunstante que le peleaba. Es decir, si a Pablo Neruda o a Vicente Huidobro.
Que están tan juntos que parece improbable que en vida se enfrentaran a cambio
de unas pocas palabras. Qué trance todo aquello. Pero vámonos mejor, que una
gota me cayó bien acelerada, y vino a dar en la mitad de mis pechos. Divino
canal para mis gotas, pensé también yo.
Y
nos fuimos. En todos los sentidos. Nos abandonamos. Le dijimos adiós al norte.
Corrimos calle arriba. En sentido contrario a las apetencias. Y me diste la
mano. Y tomamos algún destello. Y otro trueno retumbó, esta vez más amenazante,
bien cercano al arsenal de tejados, azoteas y cuerdas con ropa sujeta al filo
hilo del centro. Así cayó la lluvia.
Tórrida.
Húmeda. Tontamente. Sin aguardiente. Del tamaño de una alondra. Sin paracaídas.
Alborotando el sentido de la gravedad. La lluvia de dios. ¿De dios? De ese
ciego divino. De esa pareidolia que firma iglesias y santas misas. De esa fe
por la que algunos matan. Pero dios es amor, dijiste sonriente, no tan lejos de
la carrera. Sí, claro, esa es la parte que más me gusta. Le respondí. La que me
parte por el centro y me llega al abismo del alma y en algo creo. El amor es el
único fanatismo que nos queda, ¿cierto?
Y
por una de estas tonterías abrí los ojos. Es decir. Me desperté. En otra noche
de lluvia. No tan alejado. A decir verdad, en la misma calle. Con la visión de
aquella braguita recién tendida de la que te olvidaste y le debí tomar una
imagen con el celular para que no te olvidaras de aquellos restos, de aquel
resabio, de tu semblante claro.
¿Acaso
lo soñé? Ahí estaba. Colgada con sus blancas patas de araña. Y la ventana del
baño abierta algo así como en cuatro dedos de anchura. Lloviendo a mares. El
mar que cae de arriba. Y las luces oscuras de la ciudad. No tan lejos del
centro. Alguna sirena. El ruidoso espanto de los autobuses. El silbato del
guardia. La simulación del mundo que circula vigilante. Y una gota penetró en
un instante. Y vino a posarse sobre mis labios. Así fue.
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