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viernes, 28 de noviembre de 2014

SIN QUERER QUERIENDO


Por Leonardo Parrini

Debo confesarlo: nunca me gustó el Chavo del Ocho, ese niño adulto fruto del kitsch latinoamericano tan bien encarnado por los mexicanos. Jamás pude ver un capítulo entero, nada me hacía identificarme con esa subcultura tercermundista que profesa dudosos valores humanos, que hace una apología de las familias desestructuradas y de los “trabajos” no productivos y, que guinda del pastel, promueve un soterrado marginalismo social. Nunca sentí atracción por ese getho latino donde habitan estos personajes lumpenescos. Me resultó siempre imposible reconocer algún elemento en común con las fórmulas manidas de los guiones del sketch por demás maratónico de la historia de la televisión latinoamericana.

Debo confesarlo, no obstante, sin querer queriendo, me impresionó la muerte de Roberto Gómez Bolaños, el comediante nacido en ciudad de México hace 85 años que supo interpretar como nadie la cultura, la psicología social del mexicano y, por ende, del latinoamericano influido por el modo de vida azteca. Una impronta de fatalismo envuelto en el telamen de un humor ingenuo, acrítico, que se solaza del ridículo ramplón, del efecto fácil y ordinario. Un humor de ironías obvias inmersas en una trivialidad sin brillo, repetida como fórmula argumental probada hasta la saciedad.

Debo confesarlo. Una vida en la televisión no la vive cualquiera, en ese medio del olvido, de la transitoriedad, de la banalidad sin límites, del chapuzón en aguas estancadas en la mediocridad del espectáculo cultural masivo. Una trayectoria como la que cumplió Roberto Gómez Bolaños en la pantalla chica, es sin duda singular y admirable. ¿Y cuál es la fórmula?, pues la misma que empleó en sus guiones calcados unos a otros, en sus personajes sacados del trasfondo humano. El Chavo huérfano que vive en un barril, la viuda Doña Florinda o madre soltera que nunca se quita los ruleros del cabello, el famélico Don Ramón, eterno cesante de la vida y su hija Chilindrina la eterna llorona del barrio. Y Kiko, el niño sobreprotegido y mimado. El señor Barriga, usurero rentista, el profesor Jirafales, larguirucho maestro de las cosas simples. Y qué decir del Chapulín Colorado, el súper héroe, o mejor, el antihéroe latinoamericano que por su picardía e inocente desfachatez se ganó el corazón de los televidentes.

Debo confesarlo. Roberto Gómez Bolaños fue el maestro de la ironía simple que, al final del día, se identifica con un sistema mundano donde no se reconocen estructuras sociales, sino los linderos de un barrio suburbano donde todo ocurre al margen del sistema. En ese espacio de conventillo tercermundista todo y nada puede suceder, en un espacio atemporal, cuya única sustancia es la reiteración de vivencias estereotipadas (frases clisés, gestos, bromas, diálogos, reacciones,) de las que se conoce de antemano el desenlace, desde el mismo momento de encender el televisor, pero que cautivan, porque siempre nos recuerda ese marcar el paso en la vida donde nada es irrepetible y todo es posible con solo vivirlo.

Ingeniero de profesión, y creativo publicitario por vocación, Gomez Bolaños, fue guionista y diseñador de sus propios personajes. Su apelativo Chespirito, es nada más y nada menos que una alusión a su talento Shakespeareano, del que brotaba un caudal de ideas que luego plasmaba en sus guiones. Dice una crónica de prensa queLa creatividad de Gómez Bolaños, que sus primeros maestros bien habían diagnosticado como propia de un géiser, hizo un programa que se extendería a una hora y se llamó entonces Chespirito. Se convirtió entonces en un espacio de sketches. Aquí nace El Chapulín Colorado y para 1971 había llegado El Chavo del Ocho”. 

Su clásico personaje, el Chavo del Ocho, es el símbolo viviente del clasismo de la sociedad mexicana que desprecia al pueblo. De allí que el Chapulín Colorado personaje del que no “contaban con su astucia”, vino a resarcir la figura del infante desplazado, del niño sin pasado ni futuro, como alter ego de la infancia latinoamericana postergada y marginal. Por sobre las vicisitudes políticas Roberto Gómez Bolaños llevó sus personajes a polémicos escenarios del continente, en los que su apoliticismo rampante resultó siempre sospechoso. Así actuó en la dictadura de Pinochet y para una fiesta infantil de un narcotraficante colombiano, circunstancia desmentida por el actor.

Debo confesarlo, sin querer queriendo, tengo la impresión de que la muerte de Roberto Gómez Bolaños pone fin a la historia de un personaje pequeño en estatura, pero grande en contextura histriónica. Una parodia del latinoamericano marginal y marginado, encarnado en un actor que al morir representa a su propio mito que ya se venía perfilando en vida.

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