Por Leonardo
Parrini
El viejo maestro bizco
de estrabismo divergente está sentado en una butaca de cuero. Los estudiantes
escuchan una frase inquietante: El hombre
nace libre, responsable y sin excusas somos libres, estamos condenados a ser
libres, a elegir, y lo que hacemos depende de nosotros y sólo de nosotros.
La frase es del
filósofo existencialista francés Jean Paul Sartre, y fue pronunciada por el historiador Néstor Meza en un taller sobre metodologías
de la historia. Como buen sartreano, arrastra las palabras cuando pronuncia la
frase para fijarla en la amalgama que existe entre el entendimiento y la
memoria, y así hacerla perdurable. Tan imperecedera que hoy, a más de cuarenta años
de haberla escuchado, la rescato para preguntarme: ¿se puede ser sartreano hoy?
¿Es el existencialismo, acaso, el pensamiento que mejor interpreta la condición humana? Puesto que, según la propia
teorización sartreana, la naturaleza humana no existe, somos libre albedrío, pura
contingencia, helada libertad que entumece el alma de sólo pensarla.
Esa libertad
reivindicada a ultranza puede llegar a ser fruto de un acto tan radical, que
niega toda forma de influencia determinista. No existen por tanto, cortapisa
natural, social o teológica que coarte la libertad humana: Somos lo que elegimos
ser y siempre podremos dejar de ser lo que somos. No obstante, un
denominador común echa sombras sobre nuestra condición: estar arrojados
en el mundo, tener que trabajar, vivir en medio de los demás y ser mortales.
La reivindicación sartriana de la libertad
es tan extrema, que le lleva a negar cualquier género de relatividad. No cree en el determinismo teológico, biológico o social: ni Dios nos
ha dado un destino irremediable, ni la Naturaleza o la sociedad determinan
absolutamente nuestras posibilidades, nuestra conducta. Los fines que perseguimos
no nos vienen dados por nada ni nadie, es nuestra libertad la que los
elige. Pero esa elección, inclusive, no nos pertenece, por eso la angustia, el
miedo de uno mismo, de las consecuencias de nuestras decisiones. Eso es tomar
conciencia de la libertad en el más radical desamparo, porque nuestras
decisiones son personales, inevitables e intransferibles. Ese libre albedrío
nos pone frente a un extrañamiento que nos hace sentir, en forma de náusea, lo
superfluo de la vida. La náusea aparece al sentir el carácter absurdo de la existencia, al captar
la realidad como algo contingente. Venimos de la nada, existimos sin
justificación alguna y terminaremos en la nada, afirma Sartre.
¿Son estos los
signos de nuestro tiempo?
La llamada
posmodernidad y su inherente crisis de credibilidad en las ciencias, en la religión
y en la política, son el inequívoco signo de nuestro tiempo. Nunca antes lo subjetivo
primó tanto sobre lo objetivo, no había tal prestigio de lo emocional por sobre
lo racional. Como si el sentimiento fuera
un privilegio por sobre el pensamiento. En ese relativismo subjetivo navegamos
aguas abajo, aparentemente, sin control. Arrojados a la existencia del mismo
modo que somos arrojados a la muerte. ¿Y Dios? Si Dios no existiera, todo
estaría permitido, afirma Dostoievski, y
tiene razón.
Si el hombre está
solo en el mundo sin dioses, como afirma lacónicamente Abdón Ubidia, o mejor,
solo con otros dioses que son el dinero o la tecnología y está desprovisto de naturaleza
humana ¿Qué queda, entonces, a la condición humana como opción existencial? Si
el hombre es un proyecto que se vive subjetivamente, como afirma Sartre, quiere
esto decir que somos responsables de sí mismos y de todos los hombres. ¿Implica
que la vida carece de sentido y sólo se puede hablar del sentido que uno mismo
le da, con los valores que cada quien se inventa?
¿Es esta la
esencia del humanismo? Somos humanistas en el sentido de que declaramos que no
hay otro legislador que el hombre mismo, por afirmar la libertad y reivindicar en
el humanismo nuestro derecho a decidir la superación de sí mismos. Reivindicar el ámbito
humano como el único espacio al que el hombre pertenece, solo en el mundo, sin
dioses. En eso consiste el miedo a la libertad.
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