GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

sábado, 1 de marzo de 2014

MEMORIAS DEL LÁPIZ


 
Por Leonardo Parrini

Hoy, mientras leía un texto de Mario Benedetti en ese magnífico libro suyo, Primavera sobre una esquina rota, subrayé algunos párrafos donde disgrega sobre el transcurrir del tiempo: cómo quisiera cerrar los ojos y empezar de nuevo y abrirlos después con una tardía lucidez que traen los años, pero con la vitalidad que ya no tengo. Cerrar los ojos, no para mis corrientes pesadillas sino para tocar el fondo de las cosas, agrega a renglón seguido. Y me quedé pensando con los ojos cerrados, buscando la sensación sugerida en busca de ese trasfondo esencial. Fue entonces que sentí el lápiz entre mis dedos. Si, el lápiz de madera y grafito que deja una huella negra de carbón sobre el papel blanco. Lo sentí con esa revelación organoléptica que recupera el sentido de las cosas materiales por la vía de la textura, del tacto que nos aproxima a ellas. Sentí una tibia felicidad que nacía en mis dedos y se esparcía por todo el cuerpo. De pronto, esa sensación me llevó al fondo de las cosas. Al menos de esa cosa relacionada con el lápiz que apretaban mis dedos. Dicen que es un rasgo de neurosis fijarse tanto en los detalles, o detenerse en un detalle, cuando la perspectiva de la situación es más amplia. Es que siempre me he detenido en los detalles, porque en ellos está el mito como dice Barthes. Seguí sintiendo la textura y temperatura del maderito de escribir entre mis dedos, mientras subrayaba la frase de Benedetti. Pero ahora se sumaba el aroma del papel del libro impreso ya hace algunos años. Ese aroma que permanece atrapado entre las hojas de los textos impresos en papel bond de 90 gramos. Un aroma que me resulta lejano y familiar, que emerge persistente desde un tiempo ido. Ese aroma que ya no percibimos a menudo, porque ahora la vida transcurre frente a un computador y nuestros dedos no sostienen un maderito con una mina en la punta que deja la huella de la escritura sobre el papel. Ahora nuestros dedos pulsan teclitas cuadradas de plástico y la huella, mecánica, aparece en una pantalla de cristal que se va poblando de signos. Que estamos en la era digital, que el texto electrónico reemplazará al texto impreso, que los signos lingüísticos son los mismos, pero se ven distintos, que nada se compara a sentir un libro entre las manos mientras leemos en voz silente.

Lo curioso es que tuve un doble encuentro con esa especie de revelación de los sentires táctiles. El texto de Benedetti hablaba de llegar al fondo de las cosas por esta tardía lucidez que traen los años. Y es exactamente lo que sentí, mientras me deslizaba, de cuerpo entero, por un agujero imaginario de la página del libro, hasta reaparecer en ese universo atrapado entre el texto y el papel. Es la magia de la lectura, me dije. Es esta alucinación que produce leer, meterse en la mente del otro, en los sentimientos e ideas que quiso expresarnos con signos lingüísticos agrupados en una línea de sucesión interminable de letras, en un presente absoluto. Porque leer es un acto de aquí y ahora. No se puede leer en pasado, ni en futuro. Leer es atrapar el sentido al vuelo, un vuelo irrepetible. Esa misma linealidad del texto permitió a Saussure hablar del signo lingüístico como una cadena de significantes y significados, formada por fonemas que encierran en cada sonido monosílabo un instante preñado de sentido expresivo.

¿Para dónde voy con todo esto? No lo sé, a ciencia cierta. Quise escribir sobre la sensación que me produce en las manos un pequeño cilindro de madera, con un grafito en su interior: el lápiz. Ese maravilloso instrumento de escribir, que en la memoria es un artefacto hondamente relacionado con la infancia, al menos, con la de nuestra generación. Claro, porque es posible que un niño de hoy se sienta más familiarizado con los cuadraditos plásticos del teclado de una laptop o con la pantalla táctil de un iPad. A dónde va a ir a parar nuestra motricidad fina, digo yo. Ahora son otras las destrezas requeridas para expresarnos por esa vía del signo impreso, estampado sobre el soporte digital. Que ya hemos perdido aquella destreza que me hizo tan feliz al subrayar el texto de Benedetti: sentir la tibieza del maderito, su aroma a escuela y jardín. Que nos hemos olvidado palpar la huella indeleble que deja sobre el papel. Imborrable, al menos, lo que dura una fugaz eternidad. Más perenne, en todo caso, que este signo en la pantalla que siempre he sospechado irreal, que no existe sino en lo virtual. Que intocable asoma solo para ser visto, y luego desaparece, y no radica en ningún lugar, como la luz que se enciende y apaga en la pantalla embustera del computador.

Aún no despego la mina del papel y evoco el gesto de mi padre untando la punta del lápiz en sus labios humedecidos. ¿Para dar más intensidad a la marca del carbón? O es aquel gesto de extraño poderío que nos invade cuando dominamos un objeto con el irremplazable sentido táctil. La grandiosa potestad del contacto físico con las cosas, esa realidad que el mundo virtual nos roba cada día. Ahora ya no abrazamos a nuestros amigos, los posteamos, los bloqueamos o eliminamos de ese universo fatuo de la red social, con la misma ilusoria idea de que ya no existen más, porque nunca han existido en la realidad. Cierro un instante los ojos, en el texto subrayado…y los abro, justo en el trazo de carbón, bajo la parte de la frase que dice: tardía lucidez que traen los años…Nunca es tarde para volver a empezar, para llegar al fondo de la cosas, me susurro a mismo. Será porque todo comienzo es joven, como sugiere Benedetti.

No hay comentarios:

Publicar un comentario