Por Leonardo Parrini
Cuando íbamos al cine de barrio las tardes de
domingo a disfrutar de un ritual placentero y privilegiado, el cine ecuatoriano
probablemente no existía en las carteleras. Sólo el viejo cineasta Agustín Cuesta
padre, había registrado en blanco y negro algunos acontecimientos cotidianos
del país como una tradición que heredó su hijo Jaime. Algunos
años antes había nacido el filme pionero: El tesoro de Atahualpa, dirigido por el
ecuatoriano Augusto San Miguel, y en la misma década del treinta el italiano
Carlos Crespi dirigió el documental Los
invencibles shuaras del alto Amazonas.
Cuando entrabamos a comer panela y beber jugo de fruta a las
salas populares, eran los días del arcoíris del cine mexicano y argentino que
refulgía en las pantallas de tela del cine criollo barrial, hasta que don
Evaristo de la mano de Cuesta hijo, se paseó por el país y por las pantallas en
el primer filme on road de la
historia cinéfila nacional Dos para el camino.
Ulises Estrella todavía tenía en preparación su versión cinematográfica de Cartas al Ecuador, basada en el texto de
ese quijote incorregible, Benjamín Carrión. Luego en los años ochenta, vendría el
Camilo con su larga melena y ojos de galán de cine, e irrumpiría con un tema
audaz Entre Marx y una mujer desnuda,
basada en la novela de ese otro irreverente Jorgenrique Adoum; con la novela en
la mano, Luzuriaga contaba las peripecias de los comunistas criollos durante la
década de los sesenta. La Tigra del
mismo Luzuriaga, ya estaba batiendo récores de taquilla.
Los que vinieron después Guayasamín, Cevallos,
Cordero, Arregui, Herrera, Hermida, Corral, y un puñado de jóvenes cinéfilos y corto
metristas, cumplieron la misma andadura que Luzuriaga: quijotismo, bajo
presupuesto, temas costumbristas, recursos alternativos y unas inconfesables
ganas de hacer cine. Y lo hicieron a contravía, con más ilusión que profesión,
sin guionistas que den sustento a la historia, con actores que se forjaron
golpe a golpe, camarógrafos venidos de la fotografía, productores acolitadores como
buenos panas, con tramoyistas que hacían de todo y directores autorales que parecían
estar narrando un diario de vida. En los años noventa, un impulso natural como
el magma de un volcán, revitalizó al cine nacional con producciones de solvente
factura como Ratas, ratones, rateros de Cordero. El nuevo milenio veía
irrumpir la cinematografía con recursos técnicos pero con la misma vocación autoral:
Crónicas, Rabia de Cordero, Qué tan lejos y En nombre de la hija de Hermida, El Comité de Herrera y Cuando me toque a mí de Arregui, Esas no son penas de Anahí Seiseno y Black Mama
de Alvear y Andrade, dieron buena muestra de haber ganado los reconocimientos que
ganaron con merecimiento indiscutible.
Hoy por hoy,
bajo la egida de la revolución ciudadana el cine ha tenido un especial impulso
desde el Estado, a través del Consejo Nacional de Cine y otras instituciones afines. El año 2013 es de balance
positivo para la producción nacional aupada por el aplauso de público. En el top
ten anual de taquilla destacan Mejor no
hablar de ciertas cosas, de Javier Andrade, con 53 mil espectadores, La muerte de Jaime Roldós de Manolo
Sarmiento y Lisandra Rivera, con 50.123. No
robarás a menos que sea necesario de Viviana Cordero, con 35 mil. Mono con gallinas de Alfredo León, con
más de 35 mil. Estrella 14 de
Santiago Paladines, con 20 mil. El
facilitador de Víctor Arregui, con 15 mil. Distante cercanía de Alex Schlenker y Diego Coral, con 10 mil. Rómpete una pata de Víctor Arregui, con 10 mil y Cuento sin hadas de Sergio Briones, con
3.800 espectadores.
“En términos generales es un año
bastante productivo, por el número y por los premios que algunas de ellas han
recibido en festivales y muestras”, comenta Martin Cueva, Director del CNCine. En total fueron 250 mil personas en Ecuador las que visitaron las salas
para ver cintas nacionales. “No obstante, esta cantidad conlleva una ironía,
pues hubo muchos estrenos, pero poca gente”, según una nota de prensa. “La
falta de financiamiento y ayudas para la terminación y estreno de los trabajos.
Si bien existe ayuda del Estado para reactivar la producción cinematográfica
nacional, es todavía poca, y el financiamiento o inversión privado es casi inexistente”,
comenta la cineasta Lisandra Rivera.
Lejos están los días que íbamos al cine de
barrio a un ritual maravilloso, por lo mágico y precario; hoy día entramos al Ochoymedio,
o a las cadenas filo hollywoodenses con una misión: ver buen cine. Y para ello,
apunta Cueva, es necesario cuestionarse hasta qué punto el aporte estatal
determina la calidad del cine criollo, y que “lo lógico en este momento es
intervenir para facilitar y mejorar los procesos de proyectos e iniciativas que
existen y no solo generar proyectos que respondan a la convocatoria de fondos
públicos”. No obstante, corren buenos tiempos para el cine criollo. Se apagan
las luces, se enciende, cada día, la curiosidad creciente de los ecuatorianos
por ver cine hecho “desde la propia idiosincrasia”, desde su propia forma de
ser.
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