Por Leonardo Parrini
Cuando Peter Gabriel introdujo
la cadencia rítmica del Tam-tam africano al rock inglés estaba cerrando un
círculo, en cuyos extremos unió los sonidos de la música étnica con las tendencias
más sofisticadas del pop music de los
años ochenta. Han trascurrido tres décadas de esta fusión y Gabriel realizó en
este tiempo mezclas experimentales entre sonoridades africanas
y rock británico. El álbum Passion (1989)
-banda de sonido del film La última
tentación de Cristo de Martin Scorsese- responde al propósito de valerse de
ritmos étnicos que vierten sonoridades inéditas en la música occidental.
Remisión musical que el autor ingles va a buscar muy adentro del génesis
antropológico de pueblos ancestrales, diseminados por el planeta, que en última
instancia guardan un denominador común.
La similitud radica en que la musicalidad
ancestral evoca, en sus cadencias y tonalidades, el ritmo orgánico humano en
misteriosa simbiosis con el entorno natural. Latidos cardiacos que marcan compases
persistentes, diastólicas ebulliciones que emergen desde lo íntimo del ser y se
asimilan a los ritmos de los bailes tribales. En ese concierto unas veces
vocal, otras instrumental, se funden cueros percutidos, cuernos insuflados,
gemidos guturales, dulces ocarinas en melodías que olean, con serena pasión,
fraseos musicales aletargados y sensuales, como encantamientos. En Peter
Gabriel, la ancestralidad musical alcanza un alto grado de sublimación fundida
a la polifonía del rock progresivo.
El idioma de la tierra
Una mañana trotando
por un sendero selvático, a orillas del rio Puyo, en la provincia amazónica de Pastaza, y en los audífonos emergen
los primeros acordes del álbum Passion, comprendo que estoy en presencia de un idioma terrenal que, sin ser el mío
propio, entiendo más allá de las barreras culturales. Unido el repiqueteo de
campanillas al golpeteo de pulgares sobre tamboriles, emerge una melodía que
fluye de un corno ingles con ardiente ímpetu. Es la banda de sonido Passion de Peter Gabriel, una oración ancestral que el vocalista
ensaya con vibrantes ondulaciones de la voz en una plegaria de plena unción.
Sobre una base musical polifónica de violonchelos y trombones, la voz del
intérprete frasea vocales abiertas, como un lamento, y su letanía se fusiona al
eco del corno, mientras una guitarra electrónica alarga notas del más puro rock
clásico.
Una pausa. Y en seguida, la
voz de una soprano pone tonos altisonantes, suspendidos sobre una atmósfera de
opacidades visuales que contrastan con la luminosidad sonora del canto. Y
adviene poderoso el ritmo tribal con su cadencia sensual, y todo fluye, y se
bambolea acompasadamente. Mientras marco el trote al ritmo
de la música, admiro el arborescente paisaje de la selva. El humedal deja escapar
sus primeros efluvios terrenales que se mezclan al aire tibio de la mañana.
Voy al encuentro con el
espíritu de la selva en aras de la musicalidad ancestral que emana de mis
audífonos. En la ciudad niebla, el Puyo, los indígenas Shuar lo llaman Arutam.
Es la divinidad que habita en las tunas o cascadas del interior del bosque húmedo.
Arutam es un ser omnisciente, lo sabe todo, está en
todas partes, se encuentra en todas las cascadas de los ríos, sean pequeñas o grandes. Es
la deidad que remite al llamado de la madre tierra, la Pachamama, y transfiere
al indio el poder de sobrevivencia en la selva y explica la razón de la permanencia del Shuar en la vida. La
transmisión del poder sucede mediante
la expresión: ame wainkiata. (La vida
es para ti, podrás gozarla como tú quieras).
Se refiere a los sucesos de sobrevivencia, trabajo, caza, alimentación, etc., y la expresión ame nekatin ata (entenderás todo lo dicho, viviendo cuanto tú desees).
Súbitamente, el ritmo orgánico
de la música étnica de Peter Gabriel se funde al paisaje. Hay un espacio y un
tiempo común en esta vivencia fundida a la atmósfera cálida, húmeda y fecunda
de la selva viva. Se evidencia ante mis ojos la relación del hombre y mujer
indígenas con la Pachamama. Una relación esencialmente reproductiva, sensorial
y voluptuosa con los elementos que les prodiga.
Por ello la caza del animal
selvático es un ritual y una necesidad consuetudinaria. De allí que la pesca en los ríos henchidos de peces, -carachamas y bagres-, es una ceremonia
del cuerpo y del espíritu. En esos
saberes cotidianos de usar el entorno para sobrevivir -no para depredar-, hay
una relación profundamente emotiva entre la naturaleza y el ser humano. Y en
esa intermediación entre el dios Arutam y los hijos de la Pachamama, surge el Chaman
con su sabiduría ancestral de sanación con yerbas y raíces de potentes poderes
curativos que le brinda la madre tierra.
Así, el ser natural toma
conciencia de sí mismo a través del ser humano, en una sola cosmovisión de su entidad e identidad. Esa relación es seductora y sensorial: táctil,
gustativa, olfativa, auditiva y visual. Todos los elementos de la naturaleza,
entonces, son aprehendidos por los cinco sentidos. Hijo de la heredad atávica,
el Chaman interpone su presencia entre el dios Arutam y el ser indígena, y cae
en trance por alucinamiento con plantas ancestrales –ayahuasca, tabaco y
chicha de yuca- y así alcanza el
embeleso del hechizo en una rotunda enajenación de su ser.
En mis audífonos la música se
ha extinguido. Vuelvo a la realidad. Un sudor ardiente lubrica mi cuerpo. Allá,
más allá del meandro del rio Puyo, una voz me llama en su idioma terrenal que entiendo,
perentoriamente. Es el llamado ineludible de la madre naturaleza.
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