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sábado, 5 de mayo de 2012

AGUSTIN CUEVA: VIGENCIA DE UN INTERROGADOR A CONTRAVIA


Por Leonardo Parrini

Cuando el joven Agustín era un muchacho, se hizo una pregunta clave. ¿Por qué no hay un lugar libre en el mundo? El resto de su existencia ocupó buena parte de su tiempo en encontrar la respuesta a la acuciante cuestión. Su vida intelectual discurrió entre los albores de la revolución cubana y el derrumbe del socialismo europeo.  Ínterin en el cual, Cueva esbozó una recia visión ensayista sobre el hecho estético literario y un incisivo análisis  sociológico y político acerca de la formación económica social ecuatoriana y latinoamericana. 

Precoces lecturas del ideario marxista - El 18 Brumario, entre otros escritos-, también juveniles de Marx, le hicieron vislumbrar la imagen de un mundo, aparentemente, caótico que respondía a las corrientes internas de un sistema contradictorio y temporal. En el Paris de los años sesenta, Cueva halló en la Ecole des Hautes Etudes los primeros esbozos de explicación a su pregunta  adolescente sobre la libertad en textos claves del maestro del existencialismo J.P. Sartre, quien, luego de desbaratar su alegría juvenil,  le entregó  la señal de un camino que no abandonaría por el resto de su vida: el extrañamiento ante un mundo contrahecho que era preciso cambiar.

Con estos antecedentes no es raro que a su regreso a Quito el joven Cueva, recién desembarcado del avión, fundara el grupo Tzántzico, integrado por jóvenes inconformes que se tomaron literalmente el Café 77, lugar de confluencia y tertulia de elementos revolucionarios  que, como era de suponer, fue clausurado por una de las dictaduras militares criollas de turno. Los tzántzicos hicieron circular la revista Pucuna, publicación en la que Cueva expuso sus primeras apreciaciones sobre el fenómeno cultural ecuatoriano. Eran lúcidas opiniones de contrapunto que ya dejaban entrever al pensador crítico que puso de cabeza el pensamiento social de los años sesenta y setenta con reflexiones contundentes acerca de la realidad nacional y latinoamericana.

Cueva fue el sociólogo del hecho cultural ecuatoriano. Dejó encendida una luz inédita hasta entonces, bajo la cual descubrió la relación entre las viejas formas de dominación colonial y la creación cultural del país, influida, dominan y coartada por la visión clerical del feudalismo colonialista español.  Sus aportes más lúcidos los propuso en la obra Entre la ira y la esperanza en la que demuestra la implicancia del hecho colonial sobre la cultura republicana del Ecuador que impuso una forma estética, tanto en el sermón cuanto en la poesía de corte culterano, que “bloqueó la relación entre el habla social y la lengua de la cultura y condicionó la producción artístico, literaria, impidiendo la creación de una cultura nacional”.

Sus criterios sobre el populismo, basados en el análisis de los regímenes velasquistas, le valieron la detracción y el escarnio de los sectores conservadores e incluso de la izquierda. En su obra El Proceso de dominación política en Ecuador, Cueva ensaya una creativa visión de la impronta de Velasco Ibarra, como mítico símbolo criollo, desentrañando la tramoya del populismo y sus implicancias socio políticas en el país.

Pero es en su extenso debate sobre la teoría de la dependencia y de las relaciones del Ecuador  y el continente con los centros de poder internacional, donde Cueva marca distancias con sectores radicales de la ultraizquierda latinoamericana y establece matices propios que resultan característicos de su pensamiento sociológico, esto es, “el análisis concreto de la situación concreta”, en el que Cueva da cuenta de una destellante claridad para ver las relaciones dialécticas del hecho social.

A veinte años de su muerte, Cueva es un pensador que goza de buena salud intelectual y plena vigencia ideológica; prueba de ello es que hoy los centros universitarios ecuatorianos lo convocan y evocan como el más importante interrogador a contravía que nos dejó la tarea de contestar con urgencia por qué en el mundo todavía no hay espacios de libertad.