Por Aitor Arjol
Huele a
morcillas en un apartado rincón de la provincia de Burgos. En un llano
aparentemente desolado y grisáceo. Rodeado de campos silenciosos, que a
mediados de diciembre apenas dejan levantar los primeros centímetros de cereal.
Los Balbases. Una población que ostenta la inimaginable cualidad de ser el
último pueblo de Burgos, en dirección a Palencia. Poco más de trescientos
cincuenta habitantes censados. Aquejado parcialmente de la ruina y despoblación
que padecen otros pueblos de la provincia, sin embargo, sus gentes han salido
adelante poniendo en práctica una máxima crucial: en el campo, todo trabajo
tiene un futuro incierto. Los pormenores de la meteorología, la falta de apoyo
al sector agrícola o el capricho del azar son algunos de los factores que todo
profesional agrícola debe observar, por lo que su trabajo termina siendo como afirma
Esteban Zamorano, su joven alcalde. “En
el campo somos más ahorradores” me dice él, camino de un edificio situado al
lado de una antigua era, a escasos quinientos metros de la casa familiar que
descansa enfrente de la iglesia de San Esteban.
Es allí de donde
viene el olor a morcillas. Un producto de campo, nunca mejor dicho. Morcillas
de los Balbases, hechas a conciencia por la principal artesana de las mismas.
Inés Zamorano, su madre que también viene recién apartada de la bata con la que
iba a ayudar a su nieto a montar el belén. La navidad también existe, además de
las morcillas. Todos caminamos despacio, tapando las grietas del tiempo,
hablando acerca de esto o de lo otro. De la situación del país. De que en los
pueblos la gestión política está más supeditada al estrecho conocimiento de la
realidad del pueblo, de sus gentes, de hasta el más minúsculo grano de trigo
que se pierde porque una hormiga se lo lleve a su particular granero
comunitario. Mi madre también vigila sus antiguos espacios, pues allí es donde
nació, o acá duerme el viejo pilón al lado del arco, o por aquí nos quedábamos
esperando a la cola para hacer el pan.
Cuando llegamos
al edificio, el olor a morcillas ya no es un espejismo. Sino algo tan
característico como el intenso aroma a galletas “María” que poblaba Aguilar del
Campo, por ejemplo, cuando funcionaba la antigua fábrica Fontaneda. Inés abre
la estancia. Su nieto corretea por aquí y allá. Se viste con la bata blanca que
es su uniforme de campaña. Después se pone unos guantes plásticos y se ubica
junto a unas inmensas estanterías metálicas donde comienzan a curar las
morcillas ya elaboradas. El asunto es muy fácil. No necesito preguntarle nada
porque, a pesar de no conocer apenas nada, ni del origen, ni del procedimiento,
ni de las anécdotas, llevo la sangre del pueblo y soy tan poroso al entorno que
saber es como una cuestión del corazón más que del ejercicio del conocimiento.
Y esa es una diferencia vital y trascendente entre el último periodista que se
acercó hasta aquí y entrevistaron a la madre, al hijo, al cerro, a las iglesias
y hasta las puertas de las bodegas y que, finalmente, le puso un titular orondo
al reportaje para que fuera más atendido por la audiencia: “la morcillera del
Rey”.
¿La morcillera
del Rey? Pues claro. Así de contundente. Con regocijo. A cuenta de una anécdota
en la que el periodista abundó. Pues resulta que un domingo, 7 de septiembre
del 2014, don Juan Carlos I, que en ese momento aún disfrutaba de la condición
de rey, se presentó en el comedor del restaurante Landa, situado en las afueras
de Burgos. Parada obligatoria para muchos, una vez que salen por la N-1. El rey
se presentó allí y le sirvieron una de las especialidades: las morcillas de
Burgos. El asunto, desde luego, más interesante para el periodista, es poner
esta cuestión tan “real” con el origen de las mencionadas morcillas. Vienen de
los Balbases. Del pueblo donde nació mi madre. La patria de muchos Bermejo,
Cavia, Amayuelas, Torca, Villaverde y demás. Qué mejores palabras que las de un
descendiente de los mismos arroyos y aceñas, para dedicarse a las morcillas.
Inés sigue a lo
suyo. Le pone las etiquetas. De forma que ejerce como modelo para las fotografías.
Una modelo también artesanal. Nada que ver con esa fachada de glamour y retoque
fotográfico que abundan en muchas jóvenes del sector, donde la estética puede
llegar a primar sobre el sentimiento interior. Las morcillas también son
bellas. Bellas piernas de manteca de cerdo, cebolla de Pampliega, pimentón de
la Vera, arroz de Castellón y tripa de cerdo importada de Uruguay. Ingredientes
tomados del mismo reportaje, al que añado la singularidad del mestizaje con
Latinoamérica. Uruguay también existe en estas bellas modelos gastronómicas.
Tomo las
imágenes necesarias y el nieto nos sonríe, porque ya se le pasó el enfado. Me
obsequian con dos gruesos ejemplares. Es decir, que me tratan como al mismo
rey, que para eso somos todos de los Balbases. Pero quedamos emplazados para un
nuevo día, en que se acrediten la bodega, el chorizo y el vino oriundo del
lugar. Que no se crean que el vino es únicamente cuestión de denominación de
origen, pedigrí y buenos ladridos. En el
pueblo lo saben muy bien. Hasta mi abuelo
tuvo bodega, según se bajaba de la iglesia del barrio Pequeño. Pero eso es otra
historia. Inés sonríe. Mi madre también. Y las morcillas, a juzgar por su
notable y glorioso aspecto, asimismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario