Por Leonardo
Parrini
Hace algunos
días que me revuelco en el charco de la nostalgia, esa zona intermedia entre el
olvido y la evocación que transitamos a
través de la nube de melancolía propia de los recuerdos que aún no maceran bien
en el alma. He vivido este tiempo con el corazón en vilo, suspendido de la imagen
de mi madre. Me ocurre en relación con ciertas fechas galvanizadas en el calendario
vital a fuego lento, es decir, que van impregnadas bajo la piel. Una de esas
fechas es el 24 de febrero, día en el que murió mi madre, y, que a pesar de haber
transcurrido ya 6 años de su muerte, aún persiste la nostalgia que no es para siempre,
pero que mientras se siente parece que fuera eterna. Bajo el efecto de
esa melancolía que actúa como droga, hoy me descubrí hablándole a mi madre, es
decir, del mismo modo que hablo con la foto suya que reposa en el anaquel de
libros. Y lo hice con esa devoción de cotidianeidad que parece que, de un
momento a otro, María Elena, me va a responder con una sonrisa o con un
reproche.
En la memoria poética,
donde cabe el amor hecho nostalgia, guardo algunas imágenes de María Elena, la
mujer con mayor vocación maternal que he conocido. La tarde que ante la cámara
de video, mientras la entrevistaba, me dijo haberle
fallado, porque nunca más regresé a vivir en su hogar en Santiago de Chile, luego
de abandonar el país. Esa ocasión la vida puso a prueba mi resistencia a la
tristeza inenarrable y permitió que la razón se imponga. Continué grabando, mientras
mi madre me increpaba por su abandono, por la ausencia del hijo único que un día
la dejó también sumida en la melancolía. Esa imagen de su rostro, visto a través
del visor de la cámara, me persigue como una constante. Con un semblante que mezclaba
la ironía y la pena, mi madre por momentos bajaba la vista para eludir el impersonal
diálogo con la lente. Luego regresaba a ver a la cámara lanzando chicotazos de
una angustia contenida en la mirada saturada de tristeza.
El domingo de
febrero que murió María Elena busqué refugiarme en la soledad, como nunca antes
en mi vida. Me sumí en un espacio yermo, entre la sinrazón y la pena, sin encontrar
respuesta a una interrogante que me punzaba el corazón: cómo sería la vida sin ella,
qué dolía más, lo que viví junto a mi madre o lo que ya no viviría nunca más. En
ese sentido, Sabina, me lo tenía bien dicho: no hay nostalgia peor que añorar lo
que nunca jamás existió. Cuando en horas de la tarde de ese 24 de febrero de
2008 recibí la noticia telefónica, desde Santiago, de que mi madre finalmente
había muerto, sentí alivio. Tocaba a su fin una agonía de veinte días en estado parapléjico,
luego de un accidente cerebro vascular. Sentí alivio por su sufrimiento, alivio
por mi libertad: ya no tendría que justificar nada a nadie en esta vida. Fue una ráfaga
de aire helado en la espalda, sin metáforas, literalmente esa libertad era una
corriente gélida en el espinazo.
Mientras escribo
estas líneas, un segundo recuerdo emerge a flor de piel y me provoca desasosiego:
la tarde que mi madre al teléfono me preguntó afirmando con la fuerza de una increpación:
a dónde iría a parar ese libro en el que yo hacía confesiones sobre sus
relaciones afectivas y que la hacían sentirse incómoda. Sin duda, hacía
referencia a episodios de su vida que descubrí siendo niño y que desaprobó por
alguna respetable razón, pero que en el contexto de mi libro La Hora del Lobo, enriquecen el relato
con un destello de verdad. Esa amonestación maternal ocurrió exactamente dos semanas
ante de su muerte, como si María Elena hubiese presentido su intempestivo
final. En estos días de febrero he pronunciado con más acuidad su nombre
evocando, en la espesura de la melancolía, sus palabras. No por casualidad, Milán
Kundera, dice que el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su
primera palabra en nuestra memoria poética y que el amor comienza por una metáfora.
Algo similar me ocurre con mi madre. Una metáfora que inicia como una oración: María Elena que estás en el cielo...
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