Por Leonardo Parrini
Ayer vivimos una
fiesta democrática en el Ecuador. Una fiesta que dejó a muchos con chuchaque
moral. Chuchaque o resaca, da lo mismo. Esa sensación de malestar, luego de la algarabía
de perder la razón en la fiesta por efecto de algún exceso o sentirnos moralmente
mal por haber dado un triste espectáculo, haber fallado en algo o porque los
efectos depresivos posteriores de la fiesta fueron superiores a su capacidad de
estímulo. En política como en el amor, se siente chuchaque moral cuando no sabemos
discernir qué es lo cierto de lo incierto, y no separamos lo objetivo de los
subjetivo. Pensar que podemos pasar por sobre la realidad e imponer nuestros
deseos, anhelos y sueños así porque sí, nos puede hacer estrellarnos contra el
planeta y eso produce chuchaque moral. Las distintas lecturas que podemos hacer
de una misma realidad forman parte de una condición esencial de la diversidad humana
y es un signo de convivencia en democracia, pero no quiere decir que la verdad sea
una torta de la que cada cual se reparte un trozo. La verdad, es que la verdad es
una sola, por más amargo que suene ante el pastel.
Para entender
quien ganó y quien perdió las elecciones y qué fue lo que ganó o perdió, habría
que preguntarse a qué jugaron cada uno de los contendores, qué estuvo en juego
ayer para los quince millones de ecuatorianos. Antes de responder esta pregunta hay que
reconocer que cada cual jugó a lo suyo. Pero ¿a qué jugo el electorado al marcar
su preferencia en la papeleta? Según los resultados hasta el momento el
oficialismo pierde tres Alcaldías emblemáticas en las tres ciudades más densas del
país. Dos Alcaldías claves y tradicionalmente propias: Quito y Cuenca. Mientras
en la tercera, en Guayaquil, no la perdió, porque nunca la ganó. Los resultados
pueden sonar a “revés oficial”, porque han trascurrido nueve elecciones donde
la derrota fue algo inconcebible. Sólo hace un año las fuerzas de la revolución ciudadana ganaron las elecciones
con un “triunfo arrollador: 100 asambleístas de 137 y Correa fue elegido en
primera vuelta con casi 30 puntos de distancia respecto del exbanquero Guillermo
Lasso, su principal contendor”, según la prensa oficial.
Hoy día el panorama
cambio en las tres plazas, políticamente emblemáticas del país: Rodas obtuvo el
58% de los votos en Quito; Nebot el 60% en Guayaquil; y Cabrera el 50% en
Cuenca. Frente a dichos resultados
la oposición, -que ahora existe en Ecuador como tal-, concluye que ganó por que
luchó contra un régimen tirano, prepotente y en el caso de Quito, contra un
Alcalde ineficiente. Al analizar cada caso vemos que frente al “revés oficial”,
las razones son diversas: En Quito, el voto-castigo contra un Alcalde que silenció
su obra, se confió en exceso y fue escandalosamente ingenuo y errático en las últimas
horas antes de la elección. En Cuenca, una estrategia silenciosa de la oposición
que fue sumando descontentos populares, no dejó percibir lo que se venía y
todos se confiaron en que la inercia de los triunfos anteriores era suficiente.
En Guayaquil, la revolución ciudadana regaló, patéticamente en bandeja de plata,
la reelección de la Alcaldía al candidato derechista, Jaime Nebot, al echar a
la arena de la contienda contra el viejo zorro social cristiano, a una muy respetable,
pero candorosamente novata candidata oficial.
El caso quiteño
La oposición
al Régimen concluye que ganó las elecciones porque “luchó por la libertad, la democracia y la dignidad”,
según palabras de Mauricio Rodas. ¿Ambiciosa conclusión o ampulosa lectura? El régimen de Rafael Correa, de última hora, y
ante el aroma de derrota, reconoció que estaba en juego, nada más y nada menos,
que el propio proceso revolucionario en sí. ¿Pero qué valores estaban en juego,
por qué no se enfatizó a tiempo en una plataforma electoral que resalte los
importante logros del Régimen en términos de obras sociales, participación ciudadana
y recuperación de la dignidad nacional, estabilidad económica por inversión pública,
profundización de la democracia, es decir, todos esos valores supuestamente representados
en lo que se llama el Buen Vivir. La respuesta es sencilla: la mayor debilidad de
la revolución ciudanía es ideológica. No se sabe valorar a sí misma. La
ausencia de una orgánica eficaz que apoye la enorme gestión personal del Presidente Rafael
Correa, es una debilidad que raya en una peligrosa y urgente falencia. Y así, una
derrota de hoy suena a que, más temprano que tarde, pueda ser el principio del
fin de mañana. Esa percepción puede convertirse en realidad, si se sigue aupando
a una oposición -que hasta ayer era incapaz de competir-, por el solo hecho de
que se la victimiza en ataques innecesarios; en lugar de educar a los electores
en torno a los valores propios del proceso revolucionario y difundir eficazmente
sus logros que en la realidad estuvieron y están en juego.
Para la
candidatura del Alcalde saliente de Quito, no estuvo en juego nada, porque no
alcanzó a concebir que algo andaba mal, y porque el exceso de confianza brilló
como una luz enceguecedora que no dejó
ver la ruta a seguir. Entonces se dieron palos de ciego, se actuó por ingenuo instinto
político de última hora, al aplicar medidas de presunto impacto electoral, -como
bajar tributos prediales y multas municipales-, pero que en la percepción ciudadana
golpeada por esos impuestos, no fue más que demagogia. Las enseñanzas pueden
ser muchas, no basta con reconocer los errores, también hay que pagarlos. El exceso
de triunfalismo lleva a la derrota, cuando no se miden bien las fuerzas del contrincante.
Gobernar y no sintonizar con las aspiraciones ciudadanas, es un suicidio político
en cualquier cargo de representación popular. Subestimar la acción de la comunicación,
la difusión de la política pública municipal y el manejo de una adecuada imagen
del Alcalde, a guisa de ser modesto y honesto, puede ser un pecado venial corregible.
No saber hacerlo a tiempo y con el equipo adecuado, ya es un pecado mortal. El
triste espectáculo de la Vice Alcaldía en manos de dos personas que se la disputaban
como un botín de figuración. El insoportable castigo de movilizarnos en una
ciudad congestionada y sin medidas efectivas de solución. La amenaza delincuencial
a la capital y sus alrededores. La ausencia de una política cultural atrayente,
etc. y etc. Y así podríamos continuar con una larga lista de desaciertos
objetivos que sumaron, tanto o más que la percepción que la ciudadanía pudo
tener de ellos. Todo eso pesó a la hora de marcar la papeleta electoral, incluso
en los que votamos a favor del proceso revolucionario. La revolución tiene ya la
factura de esos desaciertos en sus manos. Ahora deberá pagarlos, empezando por
reconocerlos con valentía, como estamos seguros de que lo hará. Para eso no está
por demás discernir lo cierto de lo incierto y dar profundos golpes de timón
que impliquen construir nuevos propósitos, porque una mala navegación produce
mareos y eso se convierte, a la larga, también en chuchaque. No solo moral.
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