lunes, 24 de febrero de 2014

CHUCHAQUE MORAL



Por Leonardo Parrini

Ayer vivimos una fiesta democrática en el Ecuador. Una fiesta que dejó a muchos con chuchaque moral. Chuchaque o resaca, da lo mismo. Esa sensación de malestar, luego de la algarabía de perder la razón en la fiesta por efecto de algún exceso o sentirnos moralmente mal por haber dado un triste espectáculo, haber fallado en algo o porque los efectos depresivos posteriores de la fiesta fueron superiores a su capacidad de estímulo. En política como en el amor, se siente chuchaque moral cuando no sabemos discernir qué es lo cierto de lo incierto, y no separamos lo objetivo de los subjetivo. Pensar que podemos pasar por sobre la realidad e imponer nuestros deseos, anhelos y sueños así porque sí, nos puede hacer estrellarnos contra el planeta y eso produce chuchaque moral. Las distintas lecturas que podemos hacer de una misma realidad forman parte de una condición esencial de la diversidad humana y es un signo de convivencia en democracia, pero no quiere decir que la verdad sea una torta de la que cada cual se reparte un trozo. La verdad, es que la verdad es una sola, por más amargo que suene ante el pastel.

Para entender quien ganó y quien perdió las elecciones y qué fue lo que ganó o perdió, habría que preguntarse a qué jugaron cada uno de los contendores, qué estuvo en juego ayer para los quince millones de ecuatorianos. Antes de responder esta pregunta hay que reconocer que cada cual jugó a lo suyo. Pero ¿a qué jugo el electorado al marcar su preferencia en la papeleta? Según los resultados hasta el momento el oficialismo pierde tres Alcaldías emblemáticas en las tres ciudades más densas del país. Dos Alcaldías claves y tradicionalmente propias: Quito y Cuenca. Mientras en la tercera, en Guayaquil, no la perdió, porque nunca la ganó. Los resultados pueden sonar a “revés oficial”, porque han trascurrido nueve elecciones donde la derrota fue algo inconcebible. Sólo hace un año las fuerzas de la revolución ciudadana ganaron las elecciones con un “triunfo arrollador: 100 asambleístas de 137 y Correa fue elegido en primera vuelta con casi 30 puntos de distancia respecto del exbanquero Guillermo Lasso, su principal contendor”, según la prensa oficial.

Hoy día el panorama cambio en las tres plazas, políticamente emblemáticas del país: Rodas obtuvo el 58% de los votos en Quito; Nebot el 60% en Guayaquil;  y Cabrera el 50% en Cuenca. Frente a dichos resultados la oposición, -que ahora existe en Ecuador como tal-, concluye que ganó por que luchó contra un régimen tirano, prepotente y en el caso de Quito, contra un Alcalde ineficiente. Al analizar cada caso vemos que frente al “revés oficial”, las razones son diversas: En Quito, el voto-castigo contra un Alcalde que silenció su obra, se confió en exceso y fue escandalosamente ingenuo y errático en las últimas horas antes de la elección. En Cuenca, una estrategia silenciosa de la oposición que fue sumando descontentos populares, no dejó percibir lo que se venía y todos se confiaron en que la inercia de los triunfos anteriores era suficiente. En Guayaquil, la revolución ciudadana regaló, patéticamente en bandeja de plata, la reelección de la Alcaldía al candidato derechista, Jaime Nebot, al echar a la arena de la contienda contra el viejo zorro social cristiano, a una muy respetable, pero candorosamente novata candidata oficial.

El caso quiteño

La oposición al Régimen concluye que ganó las elecciones porque “luchó por la libertad, la democracia y la dignidad”, según palabras de Mauricio Rodas. ¿Ambiciosa conclusión o ampulosa lectura? El régimen de Rafael Correa, de última hora, y ante el aroma de derrota, reconoció que estaba en juego, nada más y nada menos, que el propio proceso revolucionario en sí. ¿Pero qué valores estaban en juego, por qué no se enfatizó a tiempo en una plataforma electoral que resalte los importante logros del Régimen en términos de obras sociales, participación ciudadana y recuperación de la dignidad nacional, estabilidad económica por inversión pública, profundización de la democracia, es decir, todos esos valores supuestamente representados en lo que se llama el Buen Vivir. La respuesta es sencilla: la mayor debilidad de la revolución ciudanía es ideológica. No se sabe valorar a sí misma. La ausencia de una orgánica eficaz que apoye la enorme gestión personal del Presidente Rafael Correa, es una debilidad que raya en una peligrosa y urgente falencia. Y así, una derrota de hoy suena a que, más temprano que tarde, pueda ser el principio del fin de mañana. Esa percepción puede convertirse en realidad, si se sigue aupando a una oposición -que hasta ayer era incapaz de competir-, por el solo hecho de que se la victimiza en ataques innecesarios; en lugar de educar a los electores en torno a los valores propios del proceso revolucionario y difundir eficazmente sus logros que en la realidad estuvieron y están en juego.

Para la candidatura del Alcalde saliente de Quito, no estuvo en juego nada, porque no alcanzó a concebir que algo andaba mal, y porque el exceso de confianza brilló como una luz enceguecedora que no dejó ver la ruta a seguir. Entonces se dieron palos de ciego, se actuó por ingenuo instinto político de última hora, al aplicar medidas de presunto impacto electoral, -como bajar tributos prediales y multas municipales-, pero que en la percepción ciudadana golpeada por esos impuestos, no fue más que demagogia. Las enseñanzas pueden ser muchas, no basta con reconocer los errores, también hay que pagarlos. El exceso de triunfalismo lleva a la derrota, cuando no se miden bien las fuerzas del contrincante. Gobernar y no sintonizar con las aspiraciones ciudadanas, es un suicidio político en cualquier cargo de representación popular. Subestimar la acción de la comunicación, la difusión de la política pública municipal y el manejo de una adecuada imagen del Alcalde, a guisa de ser modesto y honesto, puede ser un pecado venial corregible. No saber hacerlo a tiempo y con el equipo adecuado, ya es un pecado mortal. El triste espectáculo de la Vice Alcaldía en manos de dos personas que se la disputaban como un botín de figuración. El insoportable castigo de movilizarnos en una ciudad congestionada y sin medidas efectivas de solución. La amenaza delincuencial a la capital y sus alrededores. La ausencia de una política cultural atrayente, etc. y etc. Y así podríamos continuar con una larga lista de desaciertos objetivos que sumaron, tanto o más que la percepción que la ciudadanía pudo tener de ellos. Todo eso pesó a la hora de marcar la papeleta electoral, incluso en los que votamos a favor del proceso revolucionario. La revolución tiene ya la factura de esos desaciertos en sus manos. Ahora deberá pagarlos, empezando por reconocerlos con valentía, como estamos seguros de que lo hará. Para eso no está por demás discernir lo cierto de lo incierto y dar profundos golpes de timón que impliquen construir nuevos propósitos, porque una mala navegación produce mareos y eso se convierte, a la larga, también en chuchaque. No solo moral.

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