Por Leonardo Parrini
La fotografía que acompaña a
este relato tiene muchos años de haber sido tomada y permanece en uno de esos
marcos de madera noble, junto a los libros en un anaquel de mi
estudio. La observo todos los días y, a veces, le digo palabras que escucho en
un diapasón interior. Son evocaciones, petitorios, reminiscencias, reclamos,
frases inconexas por el olvido que establecen la secreta relación con esa
imagen paternal.
Esa fotografía me la dio mi padre cuando yo tenía 17 años e iniciábamos una relación de amigos, luego de una infancia de ausencias paternales. Al reverso, una dedicatoria dice: Con afecto, a mi hijo Leonardo, esta imagen de su padre y amigo. Y una fecha, octubre de 1969. Promisoria y escueta dedicatoria, resume lo que fue Vicente Parrini en mis años de juventud, los únicos y los últimos que compartimos antes de emprender el exilio y luego enterarme de su muerte por una carta de mi madre en septiembre de 1977.
Como esa foto, en blanco y
negro, son mis recuerdos paternales. Fragmentos inertes de vida, como en un
álbum. Imágenes difusas de vivencias que emergen como un barco entre la bruma,
sin que la memoria poética, aquella
que nos hace recordar sólo lo que amamos, como dice Kundera, los ancle a un momento en particular. Una
fogata nocturna a orilla del mar, mientras dialogo con mi padre sobre su
niñez. Una tarde rubia de sol dando cuenta de una generosa sandia. Un
escaparate de viejos libros que huelen a ese olor de papel imprenta, sin tiempo
definido. No en vano la vida suele ser un depositario de cascajos
circunstanciales. Escena de una obra inconclusa, de final abierto, que se deja
atrapar en los linderos de una fotografía.
Conocí a mi padre cuando tenía
siete años. Sentado en el escaño de un parque me regaló un libro. Uno de esos que navegan toda la vida en la
memoria: El último grumete de la
Baquedano del gran Francisco Coloane, un texto de tono épico que narraba
las aventuras de un niño en un barco que surcaba los mares australes chilenos. Sería
el propio Coloane, hijo de un hombre de mar, muerto cuando él tenía 15 años,
quien evocara a su progenitor con estas palabras: “voy caminando con mi padre por unas colinas donde divisamos una
especie de tierra prometida, con arbustos, lagunas y arroyuelos. Cuando estamos
mirando ese paisaje, oigo una voz que me dice: volvamos al mar…”, la misma
frase que le dijo su padre el momento de morir.
Cuando recibí ese texto
deslumbrante de manos de mi padre recordé otros niños como yo, que habitaban
las páginas del libro Infancia Robada
de Vicente Parrini. Infantes a quienes la vida les había hurtado la niñez y la
alegría. Y evoqué la infancia del poeta nacido al sur del mundo, en Tome,
descrita en sus propias palabras como la de “un
niño triste, con esa tristeza silenciosa, anónima, temerosa, acurrucada en la
neblina de mi espíritu. Vivíamos en un barrio de casas achatadas y
descoloridas, en un laberinto de calles tortuosas, donde eran escasos los
árboles y hasta el canto de los pájaros."
Será por eso que Vicente Parrini, el poeta de
la fotografía, escribió para los niños con esa ronca ternura de infancia robada,
de igual a igual, poemas y cuentos escritos a la luz de una mirada sensible, pero sin las mistificaciones que suelen acompañar las falsas concepciones que
tenemos de la infancia. Versos celebrados por Gabriela, la de los piececitos de niño, azulosos de frío, la
Mistral del primer Nobel de Literatura latinoamericano, en carta a su autor.
Una noche que mi padre
regresaba a su cuarto de estudiante en Concepción, al sur de Chile, después de
declamar un ramillete de versos a la Reina coronada en las Fiestas de la
Primavera, tuvo un encuentro mágico con un niño de ocho años: ¿Oye, de que está hecha la luna?,
preguntó el infante al poeta que se rehusó a responder, agobiado por el
cansancio de la jornada. ¿Y pa, qué eres
poeta, entonces? En ese instante, Vicente Parrini, maravillado por la
precocidad del chiquillo, contó al pequeño inquisidor que la luna estaba hecha
de queso…
Grumete de espumas marinas,
niño de infancia robada, inquisidor y huérfano, invoco hoy el recuerdo de mi
padre. Ciertas noches claras, la fotografía suya sobre el anaquel de libros, refulge
iluminada por la luz de la luna que se mete por la ventana del estudio. Es en
ese preciso instante que me parece percibir un guiño en el ojo del poeta, o tal
vez, es el elemental afán de sentirme acompañado por su ausente e
imprescindible complicidad.
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