Por Leonardo Parrini
La madre es el ser más
importante de nuestra existencia, pero no el único. Ella es la progenitora, la
hacedora de vida. A partir de allí todo es posible en las percepciones que
motiva, los sentimientos que desencadena y las palabras que se han dicho de su
presencia inmanente en el mundo.
La mater, la matriz. En esta
relación existencial tan simple y compleja de provenir de una hembra que te da
la vida y te la marca de diversas maneras, infinitas son las cosas que se han
concebido y escrito con sentimientos y palabras pronunciadas en lo abigarrado
de un lenguaje rebuscado, lleno de lugares comunes.
No hay un ser más idealizado
que la madre. Y esto tiene orígenes en ciertos equívocos que se reproducen como
se heredan las costumbres incuestionables. La cultura judeo cristiana -en su
machismo ancestral- parte del supuesto que toda mujer debe ser madre, no hay
otro rol femenino que la maternidad. Esta asignatura unívoca de la mujer nos
la hace concebir como un ser unidimensional, destinado a la procreación y,
dentro de ese rol, al martirio de sobrellevar el peso de mater doliente. Este
sentimiento, nada justo, se alimenta de la cosmovisión que transmite la cultura
del desliz que se impone como sentencia irrevocable: haber nacido y, en el acto
de advenir al mundo, haber abandonado la matriz.
Estamos llamados a conjurar el
extrañamiento al nacer, de haber abandonado la mater morada y tener que
remedirnos en nuestra filial condición humana. Sin duda, en el nacimiento hay
un áurea de culpabilidad que nos estigmatiza como un sino ineluctable.
Separarnos de la morada maternal produce ese mismo desencanto de darnos a la
luz del mundo y nacer. El nacimiento es asumido como el pecado original de
abandono, el pecado de traicionar a la matriz. En lo sucesivo nos acechará esa
convicción de haber faltado, en el hecho natal de distanciarnos de ese cántaro
fecundo donde fuimos engendrados. No debería ser así puesto que la Naturaleza
-esa madre que nos trata duramente porque nos quiere recios, preparados para la
vida que nos espera fuera del útero- ha dispuesto también grandes defensas y
gratificaciones.
La culpa de nacer
Una manera de exorcizar esta
culpa dolorosa y persistente de nacer, es idealizar esa matriz, concibiéndola
libre de los deslices de la animalidad, inmaculada de materialidades a la hora
de concebirnos. En eso la epistemología cristiana tiene un peso fundamental. La
mater del Dios-hecho-hombre es virgen, es decir, sin pecado concebida.
Nada terrenal le asistió a la hora de engendrar, puesto que un ángel le anunció
la gracia divina de ser madre sin las imprecaciones de la carne. Cristo en su
singular relación filial con María, no la ve como la matriz abandonada, por el
contrario, a cada instante le recuerda: mujer,
aquí está tu hijo. Aun en el momento extremo de su muerte la convoca y
pretende redimir, incluso, en su drama de madre doliente que ve morir a su hijo
en la cruz.
Toda la parafernalia del
lenguaje mediático desplegado el Día de la Madre, apunta al mito. Y el mito no
es ausencia de verdad, sino obsesa fijación en una parte de la realidad, como
diría Barthes: en los detalles está el mito. Y ese detalle enfatiza la
maternidad como acto sine qua non de la mujer, para justificar su paso por el
mundo. De allÍ que se apuesta al único sendero posible en el rol de la mujer:
la mater doliente, el ser inveterado que desde su condición de hembra se le
asignó el ineludible sacrificio por sus hijos para ser idealizada por éstos
como una forma de conjuro mutuo.
Qué diversa sería nuestra
relación con la madre si priorizáramos, en igualdad de condiciones, su influjo
de amiga, su irradiación de solidaria compañía en un mundo desolado, sin
complejos edipianos, ni culpas por redimir. Entonces la madre sería vista como
ese ser plural y simultáneo, capaz de ser varias mujeres a la vez: hembra,
guía, obrera y forjadora de una vida en plenitud.
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