Por Leonardo Parrini
Los ministros no los elije el
pueblo por votación popular y esa es ya una primera ausencia sensible en la
elección. Los elije el Presidente de la República entre personas de mayor
confianza de su círculo íntimo. Y lo hace con la expectativa de que sus
ministros lo representen, interpreten y traduzcan ante el pueblo, en
representación del Gobierno que preside como conductor de un proceso unitario.
El Ministro de Cultura no es cualquier ministro, es el “responsable” de la
identidad del país ante sí y ante el resto de países. Como tal debe tener
claridad en el concepto que maneje de cultura y en la ideología de ese
concepto.
Voces consonantes y disonantes
hablan de cultura como un todo social, producto de aquello que no creó la
naturaleza. Cultura en singular y culturas en plural, diferencian algunos. Y
dentro de los gustos, definiciones y tendencias se busca el perfil del Ministro
(a) de Cultura del Ecuador que armonice y consensue dichos criterios.
Culturas posmodernas
El escritor ecuatoriano Abdón
Ubidia señala que “la cultura en un sentido antropológico es el producto de la actividad
desarrollada por una sociedad humana a lo largo del tiempo, a través de un
proceso acumulativo y selectivo. Lèvy Strauss, en el “Pensamiento salvaje”
decía que, el arte es la toma de posesión
de la naturaleza por parte de la cultura, especie de definición que
patentiza dicho sentimiento de dominio”. Un país mega diverso, plurinacional y
multicultural como reza una consigna grafiteada en la fachada del propio
Ministerio de Cultura en Quito, debe tener un Ministro (a) de Cultura capaz de
interpretar y coordinar esa riqueza cultural.
Las diversas acepciones de cultura
bien fueron expresadas con el poder de sincretismo de un intelectual como Abdón
Ubidia, en su libro Referentes, que
habla de al menos tres culturas en la posmodernidad: la cultura culta, que corresponde a las esferas de las manifestaciones
elitistas del arte en sus múltiples expresiones estéticas y estilísticas. La cultura popular, arraigada en
tradiciones y manifestaciones del pueblo, fuera o dentro de escenarios
convencionales, al filo de la vereda en la calle como escenario colectivo, o en
las performances de tinte político y estético que abundan en espacios abiertos
de las urbes. Y la cultura de masas,
difundida preferentemente por los medios mercantilistas, sin inmutarse ante las
tremendas concesiones hechas a públicos estandarizados por una sola visión: la
del rating estimulado por imágenes arbitrarias de dudoso valor estético y
ético.
De todas las manifestaciones
culturales con expresión plena en la literatura, música, cine, danza, pintura,
teatro, escultura, etc., Ubidia puntualiza que entre “Cultura culta y cultura
popular. Cultura dominante y cultura resistente. La demarcación bipartita de
estos ámbitos ya no tiene sentido en el mundo actual. La avasallante presencia
de la cultura de masas, ha venido a trastornar este esquema”. En esta línea de
pensamiento “los conceptos de cultura culta y cultura popular tienen sus
connotaciones históricas propias, sus correlatos sociales, sus claros rasgos
diferentes y, por cierto, sus herederos muy calificados y muy actuales”, según
manifiesta el autor.
El Ministro (a) de Cultura de un
país como Ecuador debe tomar el riesgo de transitar por una de esas tres vías
culturales -culta, popular o de masas- o mediar entre las tres. Deberá administrar
un concepto de cultura dictado por sus sentimientos y por las ideas aprendidas
a lo largo de su formación académica, política o callejera. Un concepto fundido
en la fragua de la ideología imperante o a contramarcha de ella. Como apología
o como gesto contestatario de los cánones culturales impuestos por el sistema
o, caso contrario, como agitador de nuevas posibilidades y realidades
culturales.
La cultura, como proceso de
producción simbólica que implica materias primas, medios de producción, un productor
o productores, canales de distribución y consumidores finales del signo
cultural, debe ser vista como un gran circuito social. Ese circuito debe ser normado por el
Ministerio de Cultura con recursos económicos y administrativos, sin
favoritismos ni paternalismos de ninguna índole.
En la gestión del Ministerio de
Cultura, la reivindicación a los gestores culturales se la debe distinguir,
administrativamente, de la política de promoción enfocada en el consumidor
cultural. Son dos cosas distintas. En ambos casos, el Estado tiene asignaturas
pendientes, a través de las políticas públicas, en cuanto al estímulo del
trabajo de los gestores culturales y en cuanto a la promoción de la obra entre
públicos consumidores de esas culturas.
El Ministro (a) de Cultura debe
administrar recursos con que coordinar el torrente creativo de los hacedores de
cultura en sus múltiples y diversas expresiones. Y debe hacerlo con sentido de
inclusión y armonía entre lo regional y lo central, entre lo blanco y lo negro,
entre lo indio y lo mestizo, entre lo cholo y lo pelucón, si no quiere caer en
desgracia ante un pueblo que reclama inclusión. Pero además debe tener un
criterio selectivo entre lo bueno y lo malo, entre lo que es y no es de calidad
en la realización de la obra cultural. El Ministro (a) de Cultura, además,
deberá dar cuenta de un buen conocimiento y manejo de los circuitos de
expresión cultural para que el producto y la obra se visibilicen.
El gran favorecido o perjudicado
con los aciertos y desaciertos del Ministerio de Cultura es el ciudadano,
consumidor final de cultura gestionada por un Ministro (a), cuyo perfil debe
corresponder a un gran animador de las culturas posibles, a tiempo
completo.
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