Por Leonardo Parrini
Se cumplen tres años del pico y placa, una medida fracasada, o al menos, insuficiente para acabar con el peor martirio de vivir en una urbe castigada, como Quito, por la congestión vehicular. Quienes habitamos la capital ecuatoriana, considerada patrimonio cultural de la humanidad, sabemos que parte de esa cultura es habernos acostumbrado a vivir amenazados y haber cedido espacio urbano al caos vehicular que no avizora solución inmediata.
En una ocasión, Julio Cortázar, comentando su texto Autopista del Sur, describió la congestión vehicular en términos que retratan de cuerpo entero la situación que vivimos en Quito: “Los atascos y los embotellamientos automovilísticos son uno de los signos de esta triste sociedad en que vivimos y uno de los signos más negativos, porque prueban una especie de contradicción con la vida humana. Es decir, una especie de búsqueda de la desgracia, de la infelicidad, de la exasperación, a través de la gran maravilla tecnológica que es el automóvil, que debía darnos la libertad y que, vuelta a vuelta, nos está dando las peores consecuencias”.
En una escena cotidiana en Quito te bajas del automóvil, maldices al Gobierno o al Alcalde, expeles un carajazo o comentas con el conductor del vehículo del lado, mientras cambia la luz del semáforo. O tratas de meterte en medio de la congestión, ganar un espacio subrepticio y te adelantas; y, de pronto te ves encerrado en un entrevero de vehículos que pierden el sentido de su destino, mientras el semáforo cambia de luces inútil y patéticamente.
El tráfico en Quito es una vorágine que te atrapa, cotidianamente, cuando vas al trabajo, regresas a casa, sales a realizar trámites o quieres, simplemente, pasear mientras esperas la hora para entrar al cine. El pico y placa se propuso reducir en un 20% la circulación de vehículos, según el último digito de la placa, por un día a la semana en horas de alta congestión. En la capital ecuatoriana circulan diariamente 500 mil automotores. La medida que buscó reducir, además, la contaminación ambiental y el consumo de combustibles, al cabo de tres años, se muestra insuficiente, puesto que el crecimiento del parque automotor de Quito es del 10% anual, lo que significa que en tres años ha crecido un 30%, cifra que supera los efectos del pico y placa.
¿Una ciudad amable?
Si se buscó mejorar la movilidad de la ciudad la pregunta es: ¿Por qué la restricción vehicular no creció en la misma proporción que el parque automotor? Las causas están en la desidia de la autoridad y en la insolidaridad de los propietarios de vehículos particulares que adquirieron un segundo y tercer vehículo, incrementando la congestión vehicular en la ciudad. La medida del pico y placa se volvió exigua, y la congestión vehicular no disminuye, a pesar de construir intercambiadores, vías de descongestionamiento y mejorar los buses públicos, según dicen los boletines de prensa oficiales. Si hubiéramos visto aumentar el pico y placa, al menos, a cuatro dígitos diarios durante todo el día, como una forma de compensar el crecimiento del parque automotor, diríamos que no se renunció a un paliativo, pero no ha sido así. Y, peor aún, en época electoral, donde la medida podría repercutir en la impopularidad del Alcalde o los candidatos a la Alcaldía quiteña. La historia es mala maestra porque sus enseñanzas no siempre cambian comportamientos.
La ciudad es como una mujer que se la puede amar, cuando es amable. Vivir enamorado de una ciudad es reconocerse en ella, cobijarse en sus recovecos, perderse en su urbanidad, sin temores. Es preciso verla íntima y total. Los fotógrafos requerimos liberarnos en la ciudad para redescubrirla en sus detalles, pero ¿cómo hacerlo en calles cercadas por máquinas contaminantes, amenazados por individuos neuróticos al volante de artefactos infernales que nos coartan nuestros espacios peatonales y nos expelen de la ciudad que nos pertenece? Nos revelamos a seguir impávidos, cómplices del silencio, con un mal que crece, tragándose el espacio urbano cada vez menos disponible para las personas.
Sabemos que nuestro clamor ciudadano no resulta políticamente correcto, porque surge de la indignación de miles de ciudadanos de a pie como nosotros que, desde que nos robaron el carro personal, decidimos no manejar más en la ciudad de Quito. Somos ciclistas lúdicos que jugamos montados en una bicicleta los fines de semana y que, por lo mismo, no nos atrevemos a usarla diariamente, para desplazarnos en una ciudad donde hay que pelear en desventaja los espacios de la calle con conductores amenazantes. No vamos arriesgarnos a un accidente fatal ante tanto asesino al volante que anda suelto.
Que ya sea por el azar, si no por lógica, de un modo terrorífico como en una pesadilla, que el día menos pensado, esas máquinas enemigas del hombre se atasquen para siempre y terminen como estatuas de chatarra, símbolos de una ciudad no apta para vivir. Alguien desde el poder de ejercer poder sobre el destino de esta ciudad, debe ofrecer una nueva promesa de vida citadina para Quito. Un nuevo acontecer urbano para vivir y morir con el sentido de dignidad de haber protestado, peatonalmente, contra la congestión vehicular que ninguna autoridad ha logrado solucionar en beneficio del habitante de esta ciudad.
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