Por Leonardo Parrini
Ompure sintió demasiado tarde a los emboscados que, de pronto, saltaron
de la espesura arrojándole sus largas lanzas de chonta. Salió del camino queriendo
huir hacia el río, seguramente con la intensión de lanzarse a él, pero no pudo
avanzar más allí de unos pasos, enredado entre la hojarasca, herido ya. Cayó al
suelo, apoyándose en su brazo, sin llegar a desplomarse del todo. Le alcanzaron
nueve gruesas lanzas de chonta, de más de tres metros de largo,
maravillosamente labradas, adornadas con brillantes plumas multicolores. Los
lanceros no se acercaron para rematarlo, como suelen acostumbrar en otras
ocasiones. El ataque fue acelerado. Tres apenas se enhebraron en la piel, una
de ellas le atravesaba superficial y lateralmente el rostro. Dos más se
clavaron en tierra, a ambos lados del cuerpo, sin llegar a herirle. Los
agresores, sin duda, huyeron precipitados. Ompure murió con rapidez. Entretanto,
su mujer, Buganey quedó paralizada junto a un árbol viejo, tumbado en medio de
la trocha lodosa. De inmediato cuatro lanzas le atravesaron el pecho y el
vientre. La mujer cayó sentada sobre el barro. Iba a seguir viva durante más de
una hora con las enormes lanzas prendidas de su cuerpo.
Este es un dramático pasaje
del libro Una tragedia ocultada de
los autores Miguel Ángel Cabodevilla y Milagros Aguirre, también ocultado o prohibido
por orden de una jueza de la Corte Provincial de Justicia de Pichincha, el
mismo día de su lanzamiento en la FLACSO. Con estilo fáctico, crudamente periodístico,
el texto rebasa lo simplemente objetivo e imparcial y se convierte en una
denuncia y en clamor por impedir más violencia y muerte, invocando justicia y
la paz en los territorios Waorani, Tagaeri-Taromenani, en el corazón del Yasuní.
Los trágicos sucesos que tuvieron
lugar en marzo de 2013, con las consiguientes acciones oficiales encajan perfectamente
en la trama de un “manual sobre conflictos, políticas territoriales y
culturales”. El 5 marzo Ompure y Buganey, dos ancianos Waorani, miembros de un
grupo de indígenas en contacto inicial,
murieron lanceados por parte de un grupo de Taromenane, indígenas en
aislamiento. Pocos días después los familiares de los asesinados Waorani penetraban
en tierras Taromenane para cobrar
venganza por la muerte de sus seres queridos, raptando a dos niñas de esa
comunidad y provocando una matanza de indígenas ocultos “en forma abusiva y
cruel”, la versión de la venganza que dio la Nawe, organización Waorani, fue
contradicha por la Fiscalía y el Ministerio de Justicia.
El libro plantea una severa crítica
a la visión estatal del problema empeñada en hablar de “guerra entre clanes” y aplicación
de “justicia indígena”. Al mismo tiempo el autor no duda en afirmar que la
principal amenaza “para la vida de los grupos ocultos amazónicos resultó ser el
hallazgo de petróleo y su posterior explotación por parte del Estado
ecuatoriano”.
Lo novedoso del relato es la
formulación de la hipótesis de que se trata de una matanza, obviamente,
previsible y no evitada por el Estado, llamado a proteger la vida de los
pueblos, comunidades y nacionalidades indígenas del Yasuní, cuyos episodios de
violencia no son nuevos en esa “zona roja, que algunos ilusos o cínicos llaman
intangible”. Zona que, según el autor, “sigue todavía permeada por toda clase
de intromisiones ilícitas: madereros, cazadores colonos o indígenas, buscadores
de emociones fuertes…”
La insuficiente presencia del
Estado respondería a un manejo de “porciones limitadas de territorios,
podríamos decir porciones puntuales y lineales (carreteras, terminales
terrestres, aeropuertos, hospitales, escuelas, ciudades del milenio), sin un
real control espacial de tipo areal”. La precariedad en los análisis y comprensión
de la problemática amazónica ecuatoriana, denunciada en el libro, encuentra su
asidero en una visión idealizante que sostiene que “los Waorani son “hermanos”
de los Taromenane, o se habla de “vecinos”, y sirve para crear un clima
tranquilizador y no pedir alguna intervención porque todo ya está arreglado”. La
falta de realismo de esa visión impide ver que los Tagaeri-Taromenane “no son
unos indígenas que quieren vivir en paz con sus vecinos cowori, como quieren
hacernos creer algunos desatinados funcionarios, sino guerreros impelidos,
tanto por sus creencias como por su tradición a matarlos”.
Si bien el libro reconoce que “con
la presidencia Correa, a partir del 2007, se ha incrementado la presencia del Estado en la Amazonía, con el cambio fuerte de la huella empresarial -desde empresas transnacionales”,
no es menos cierto que se suma “la debilidad y casi inexistencia de
instituciones estatales de control social (autoridades locales, policías,
jueces, etc.) en la zona, al menos hasta hace muy poco y todavía en la
actualidad, podremos comprender cómo esta región ha sido, y lo sigue siendo tal…frontera
sin ley”.
El universo del problema
evidencia la realidad de grupos ocultos recolectores, incipientes agrícolas, -Tagaeri-Taromenane-
dueños de una selva, pero “constreñidos a una mínima parte de lo que consideraban
su territorio propio, que ahora ha sido saqueado y reducido, sin que ellos
puedan entenderlo”. De allí que solo había un paso al ocultamiento que sucede, según
los autores, cuando “son ocultadas las cosas que tienen que ver con ellos: el
espacio donde habitan, sus relaciones, las amenazas de las que son víctimas, su
historia, su forma de vida. Se oculta sistemáticamente su realidad y, también,
la realidad de su entorno, de acuerdo a los más distintos intereses” Se oculta
–y se exime cualquier responsabilidad estatal- cuando se plantea, sin más, que
los indígenas se mataban desde siempre, desde antes de la Colonia mismo. “Se
oculta cuando se cambian los mapas. Se oculta cuando se dice protegerlos en un
lugar del territorio y ellos, están atrincherados, en otro. Se oculta cuando la
prensa no investiga ni hace seguimiento alguno”. Libro valiente, sin duda, tan valiente
como el "total" rechazo del Gobierno a la censura previa impuesta indebidamente.
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