Por Dani Game
Vivir en París, no morir en el intento y decir adiós
De París se dice tantas cosas. Quizás un día las palabras sobre esta ciudad se gastarán y la dejarán vacía, convirtiéndola en el recuerdo de una antigua civilización sólo registrada en páginas de enciclopedia. Parece que París ya mismo se acaba, pero la necedad de la vida la reinventa para luchar contra su propio cliché.
Vivir en esta ciudad centro-de-mundo puede ser una proposición pesada: tanta historia, monumento, revolución, Napoleón, arte, foto al borde del Sena, francesitos elegantes y tanto ímpetu por la belleza demandan cierta transformación; la apropiación de algo que tal vez no somos. Hay un vértigo al llegar. Intuimos que después de vivir aquí ni el pasado ni el futuro serán los mismos.

Al vivir en este tiempo parisino algo único de la vida se revela; es como
nacer, salir del vientre de tu madre y gritar.
“Tendrás cuidado, París es una ciudad-espejo, te hace ver cosas que no conocías o no querías saber de ti” fue la advertencia del pintor Jaime Zapata mientras un grupo de ecuatorianos cantábamos y bailábamos alrededor de una fogata para burlar la muerte junto a un cementerio. Y así fue, París nos dejó mirar todos nuestros nombres, todas nuestras cosas. El invierno fue asesino cada Enero y la primavera nos revivió con vino barato, conversaciones eternas, tu mano y la mía.
Hoy nos vamos, decimos adiós, pero París que parece ser enorme, es en realidad pequeña y se la puede llevar en el bolsillo. Se irá conmigo, incapacitándome tal vez– como diría John Ashbery- para vivir en otro lugar, en otra ciudad, persiguiéndome con sus calles y sus vidas que me vieron esquivar o enfrentar cada hora. Quizás sólo el espejo de la casa de mi madre me podrá decir en quién me convertí, qué me hizo París, y tal vez sólo ahí, frente a mi reflejo, pueda decirle au revoir.
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