Por Aitor Arjol
Enfrente de mí hay unos tipos jugando al billar. Tienen un extraño acento. A ratos parecen rusos. Luego rumanos. En cualquier caso, cada par de minutos, entre broma y broma, entre bola y bola, repiten “e’ un mundo difficile” en un parco italiano, como si tuvieran un polvorón de la Estepa en la boca. Además, “vamos a contar mentiras, tralará” es lo que suena a ritmo de rock, como si la melodía fuera gran parte de la verdad de este u otro país.
¿Por qué me suena todo eso? Un acento tan familiar y, al mismo tiempo, tan abrupto y alejado de mi lugar de nacimiento. Porque esto es Basauri, a breves kilómetros de Bilbao. No es Quito. Ni Lima. Ni Guayaquil. Ni Medellín. Ni Iasi, que es la localidad de donde viene uno de los jugadores de billar. Pues le acabo de preguntar. Esto de sentirse de muchos lados tiene su encanto. Pues siendo de una ciudad, no me pliego a ese sentimiento tan obtuso y acostumbrado de pensar que solo existe lo de aquí y no lo de allá. Es como una especie de cornada legítima a la identidad, pues a veces me siento tan harto de que un solo lugar se haga eco de lo más propio de ese mismo sitio, que si esto, que si lo otro, que si mi bello Quito, que si mis pletóricas colinas, que si los amados huecos blancos de las paredes, que si el insólito Tumbaco o el más retumbante volcán que la naturaleza dio a los Andes.
Un hartazgo sin connotaciones peyorativas, sin embargo. Se trata de que el hartazgo no conduzca a la reducción de lo bello a Quito, ni a rehuir de lo exterior porque si todo lo foráneo constituyera un atentado contra la propia identidad, empezando por la histórica. Es que somos el producto de la historia, para bien o para mal, bien que mal nos pese, mal que bien nos parezca. Y sin negar que el pasillo es una de mis melodías interiores más abundantes, nunca cerré demasiado los ojos para no limitar la vida a una línea fronteriza entre lo “propio” y lo “demás”. Lo contrario sería caer en un resentimiento emocional. Así aprendí a amar Quito, una vez me desprendí de todo lo vasco que nunca me abandonó. Y también me apropié de lo castellano, de lo aragonés, de lo catalán, de lo gallego, de algunos castillos del Loira, de las arenas movedizas de Granville, del teleférico que sube a las comunas, de San Pedro de los Milagros, de las alegres caderas femeninas de Cali o de las gruesas olas de Santiago de Chile.
A cada paso me fui enamorando de todo cuanto supe o ignoraba. En los primeros años, con cierto calambre canalla y, a medida de que fueron transcurriendo los tiempos, en busca de una humanidad menos premeditada, a sabiendas de que lo uno es plenamente responsable de lo que hace en la mayor parte de los casos. Y mientras diserto sobre esto, o sobre lo otro, los rumanos se acaban de ir. Finalmente rumanos. Ni rusos ni ucranianos. Aunque tampoco hubiera desmerecido, porque este bar se volvió políglota y magníficamente diverso. Y como decía, que a medida que caminas y amas u odias, porque en toda vida oficial hay un dialecto de melancolía, he procurado sentarme despacio y aprovechar cada rayo de sol.
De lo último que recuerdo, sin embargo, es de qué forma el espíritu humano se revela cuando algo le duele o le provocan una gruesa herida. Lo he palpado en vidas ajenas. Pero también cómo el que insulta, o dedica a los demás lo mejor de su repertorio verbal, no se da cuenta de qué esas características comienzan en él. Alguien que pueda confundir el amor propio con un pedestal de virtudes, como creyéndose lo mejor de lo mejor, lo más rojo de una bandera o lo más exuberante de un sujetador y al final, como dicen, “por la boca muere el pez”. Eso se ve a diario, siendo suficiente con apoyarse en la esquina de una calle y ponerse a escuchar el mundo, como una enorme emisora del viento. No por afán de voyerista, sino por una simple cuestión de tomar ejemplo.
Enfrente de mí hay unos tipos jugando al billar. Tienen un extraño acento. A ratos parecen rusos. Luego rumanos. En cualquier caso, cada par de minutos, entre broma y broma, entre bola y bola, repiten “e’ un mundo difficile” en un parco italiano, como si tuvieran un polvorón de la Estepa en la boca. Además, “vamos a contar mentiras, tralará” es lo que suena a ritmo de rock, como si la melodía fuera gran parte de la verdad de este u otro país.
¿Por qué me suena todo eso? Un acento tan familiar y, al mismo tiempo, tan abrupto y alejado de mi lugar de nacimiento. Porque esto es Basauri, a breves kilómetros de Bilbao. No es Quito. Ni Lima. Ni Guayaquil. Ni Medellín. Ni Iasi, que es la localidad de donde viene uno de los jugadores de billar. Pues le acabo de preguntar. Esto de sentirse de muchos lados tiene su encanto. Pues siendo de una ciudad, no me pliego a ese sentimiento tan obtuso y acostumbrado de pensar que solo existe lo de aquí y no lo de allá. Es como una especie de cornada legítima a la identidad, pues a veces me siento tan harto de que un solo lugar se haga eco de lo más propio de ese mismo sitio, que si esto, que si lo otro, que si mi bello Quito, que si mis pletóricas colinas, que si los amados huecos blancos de las paredes, que si el insólito Tumbaco o el más retumbante volcán que la naturaleza dio a los Andes.
Un hartazgo sin connotaciones peyorativas, sin embargo. Se trata de que el hartazgo no conduzca a la reducción de lo bello a Quito, ni a rehuir de lo exterior porque si todo lo foráneo constituyera un atentado contra la propia identidad, empezando por la histórica. Es que somos el producto de la historia, para bien o para mal, bien que mal nos pese, mal que bien nos parezca. Y sin negar que el pasillo es una de mis melodías interiores más abundantes, nunca cerré demasiado los ojos para no limitar la vida a una línea fronteriza entre lo “propio” y lo “demás”. Lo contrario sería caer en un resentimiento emocional. Así aprendí a amar Quito, una vez me desprendí de todo lo vasco que nunca me abandonó. Y también me apropié de lo castellano, de lo aragonés, de lo catalán, de lo gallego, de algunos castillos del Loira, de las arenas movedizas de Granville, del teleférico que sube a las comunas, de San Pedro de los Milagros, de las alegres caderas femeninas de Cali o de las gruesas olas de Santiago de Chile.
A cada paso me fui enamorando de todo cuanto supe o ignoraba. En los primeros años, con cierto calambre canalla y, a medida de que fueron transcurriendo los tiempos, en busca de una humanidad menos premeditada, a sabiendas de que lo uno es plenamente responsable de lo que hace en la mayor parte de los casos. Y mientras diserto sobre esto, o sobre lo otro, los rumanos se acaban de ir. Finalmente rumanos. Ni rusos ni ucranianos. Aunque tampoco hubiera desmerecido, porque este bar se volvió políglota y magníficamente diverso. Y como decía, que a medida que caminas y amas u odias, porque en toda vida oficial hay un dialecto de melancolía, he procurado sentarme despacio y aprovechar cada rayo de sol.
De lo último que recuerdo, sin embargo, es de qué forma el espíritu humano se revela cuando algo le duele o le provocan una gruesa herida. Lo he palpado en vidas ajenas. Pero también cómo el que insulta, o dedica a los demás lo mejor de su repertorio verbal, no se da cuenta de qué esas características comienzan en él. Alguien que pueda confundir el amor propio con un pedestal de virtudes, como creyéndose lo mejor de lo mejor, lo más rojo de una bandera o lo más exuberante de un sujetador y al final, como dicen, “por la boca muere el pez”. Eso se ve a diario, siendo suficiente con apoyarse en la esquina de una calle y ponerse a escuchar el mundo, como una enorme emisora del viento. No por afán de voyerista, sino por una simple cuestión de tomar ejemplo.
Así, después de haberse ido la pareja de respetables rumanos, que me saludaron en cuanto les recordé las ciudades de Iasi y Sighisoara, me dio por recordar otras anécdotas. Una de hace un par de días. Una calle de tantas. De Sestao, que es otra población de fuerte arraigo industrial, a pie de la ría de Bilbao. Sentado en otra cafetería, oteando el horizonte. Me imaginé una historia que me contaron por teléfono, o celular, como quieran, pues estamos en ciudades donde dios no practica la misma lengua. Un buen amigo, Juan Elpidio Román, me contaba acerca de una mujer que había conocido. Una mujer, a juzgar por el aspecto, como tomada de algún pret a porter. Radiante, alta, de piernas largas, los labios pintados, la blusa oscuramente azul, el cabello faltamente largo y el busto provechoso y sumamente útil para los ojos. Una suculenta imagen. Pero nada más. Nada más que eso. Una imagen. Una fachada. Un telón. El tal Juan Elpidio, también escritor pero no vanidoso, natural de Santiago de Chile, actualmente viviendo en Cali, me decía. Hermano, mira que la conocí y resulta que pensé que había más pastiche en su cabeza. Ahí le fui y acabé como Víctor Jara, con las manos cortadas. En cuando la despreció, por las razones que fueran, pero buenas razones, le dio al Juan Elpidio con toda la fuerza con que se revuelve un jabalí herido. Y ahí le dije al bueno de mi amigo: que no se preocupara por tanta amenaza, porque en río revuelto no abreva nada bueno. Que siguiera leyendo a Gonzalo Arango. Que no importa que le hubiera contado a ella todo peor de lo que era o que, si había sido un absoluto cabrón y no un aparcero con ella, que no había nada de malo en ser sincero e incluso confesar las burradas cometidas. Porque se supone que estamos en un mundo donde la sinceridad debe agradecerse y no ser apaleada. Que basta con un chau y hasta luego. Nada más. Así son los tiempos. Una completa huevada en la que hay que manifestar una sonrisa por otros lados. Al mal tiempo buena cara. Al corazón partido dale otro café caliente. Que la literatura es así. Que siempre nos darán donde parece que más nos duele, porque los catedráticos de la mala palabra son artistas en eso de hurgar en lo más caliente. Que viva la lluvia. Que adelante el gris del cielo.
Y a resultas, el billar se quedó vacío. Sin el par de rumanos que se habrán ido a comer. Sin guaros. Sin todas esas palabras que al parecer que no se entienden. A ver. El guaro es una bebida típica de Colombia, con un retoque anisado. La huevada, por otra parte, es un asunto de mal ojo, una gilipollez, una vaina jodida. El aparcero lo mismo que un amigo, compadre o camarada. Gonzalo Arango, un poeta colombiano que creo el nadaísmo, o versión del existencialismo europeo. A Víctor Jara todo el mundo le conoce. A Juan Elpidio solo le conozco yo, y con mucha suerte, porque hace años que no lo veo de regreso a Quito. El bar existe. El billar también. Pero todo esto es fruto de la imaginación, por lo que toda coincidencia con la realidad solo es concebible en una mente retorcida y perversa.
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