Por Leonardo Parrini
Cuando Carlos Marx fustigó al socialismo utópico por su falta de rigor
científico y basar sus predicciones en una fantasía desprovista de realista imaginación,
echó las bases de una doctrina que presume de ser, históricamente, la llamada a
interpretar las causas y leyes de desarrollo del acontecer social. El viejo
Marx, a diferencia del joven utópico, entendía la historia como la
consecución de hechos que se suceden según un guión predeterminado por
la dialéctica real que transita de lo simple a lo complejo, de lo
inferior a lo superior. Será por eso, acaso, que los marxistas siempre han
mostrado ese aire de superioridad intelectual basado en un optimismo, a ultranza,
de que las cosas ocurrirán de un modo y no de otro.
Lenin, más conservador o
realista, en ese sentido habló de que los procesos políticos e históricos no
siempre avanzan en un sentido progresivo y bien pueden dar un paso adelante, dos pasos atrás. Es decir, la dialéctica del retroceso que
permite avanzar. Los socialistas en el gobierno de Salvador Allende, se vieron
atrapados entre la encrucijada de avanzar consolidando o consolidar avanzando;
un artilugio del idioma político de los años setenta, que sirvió para designar
la predominancia de la estrategia por sobre la táctica o viceversa, según fuera
la situación coyuntural.
El realismo mágico, en cambio, es ese universo donde las cosas ocurren
en la realidad con arreglo a algo parecido a un movimiento de los astros que se
alinean en función de un devenir inexorable. El realismo mágico caracteriza los
ambientes donde lo surreal es un sustrato histórico que está por debajo de las
leyes de la realidad, materialmente determinadas, que impone un acontecer
aleatorio en el que lo irreal o extraño es concebido como algo cotidiano y
común.
El socialismo mágico es una expresión acuñada para designar una
amalgama de utopía y magia en la política, un proceso en el que todo puede
suceder o no suceder, sin tomar en cuenta los condicionantes de la realidad. Sin
embargo, cuando el socialismo mágico se concretiza en un discurso obsecuente,
la magia es sustituida por el azar y la utopía por la ceguera. Este rasgo del
poder conduce a una obnubilación cotidiana que no permite ver los errores, las
carencias, las inconsecuencias y las consecuencias de hacer prevalecer la
exaltación por sobre la razón. En los procesos revolucionarios, tarde o
temprano, asoma este síndrome de socialismo
mágico donde no ocurre nada por corregir. Y se instaura el reino de la
mediocridad habitado por burócratas imbuidos de la potestad del poder que enceguece
y convierte en no videntes de sus propias falencias.
Hoy, al cabo de seis años del
mandato de Rafael Correa, en el proceso político que vive el Ecuador, escuchamos con beneplácito que el lider ha declarado cero tolerancia a los
errores, las inconsecuencias y los retrasos dentro de la lógica de lo que él llama cultura de la excelencia. Cultura y vivencia que empieza por el
retorno al metódico procedimiento que deje atrás lo que Marx denominaba el socialismo utópico -que hoy hemos
rebautizado, socialismo mágico- para
emprender un quehacer basado en el trabajo concreto y realista, con la
capacidad de corregir desaciertos y
disipar los humos de la cabeza. Cultura que tiene sincronía con los
mecanismos que pondrán a funcionar la nueva era del conocimiento proclamada en
el país, puesto que sin excelencia no hay socialismo. Claro está, ese es un proceso que reclama la madurez colectiva e
individual de concebir el poder como la capacidad de hacer que las cosas
sucedan, en este caso, más temprano que tarde con urgencia y excelencia
perentoria.
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