Por Leonardo
Parrini
Un hombre solo en
una casa sola no tiene deseos de encender el fuego No tiene deseos de dormir o
estar despierto. Un hombre solo en una casa enferma. Así describió la soledad Jorge
Tellier, ese estado del ser humano que se ha impuesto como signo de nuestro tiempo.
Y esto coincide con la sospecha de que la soledad tiene el efecto de reducirnos
y hacer que nos convirtamos en una especie de revés. Una esmirriada impostura en un espacio yermo, donde
las palabras pronunciadas en soliloquio rebotan como ecos de angustia.
Sábato, intuyendo
ese estado de minimalismo espiritual, se pregunta: ¿Qué máscara nos
ponemos o que máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que
nadie, nadie nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica,
nos intima, nos ataca? Esta imagen de desdoblamiento, es inquietante,
puesto que sentirnos aislados con certeza de no formar parte de algo, es una desazón
que perturba el sentido gregario que nos define como especie. No obstante, la condición
humana bien se define en la idea sartreana de que el hombre
emerge no desde la soledad de la conciencia, sino del relacionarse
existencialmente con los demás, tener que construir cada uno su propio e
intransferible destino, asumir la condición finita y mortal.
El imperativo de
ser hacedores de nosotros mismos es una sentencia, más que nunca, vigente en la
posmodernidad que nos descubre segregados, sobreviviendo a contra corriente de
la propuesta solidaria que formó parte de la utopía social. Según la reflexión
de George Monbiot, el aislamiento es una fuerte causa de muerte prematura y la soledad es dos veces mas letal que la obesidad. Para este el autor, la guerra de todos contra todos -en otras palabras, la competencia y el
individualismo- es la religión de nuestro tiempo. Hemos
destruido la esencia de humanidad: nuestra interdependencia. Uno de los
resultados patéticos de la soledad es la tendencia, cada vez más creciente, a refugiarnos
en la ilusión de colectividad que proyectan las redes sociales. El más intenso síndrome
de angustia es no sentirnos integrados. Y esa ilusión de inclusión está dada, supuestamente,
por miles de amigos virtuales y por el tono de brutal desesperación de los mensajes
que se leen a diario en internet.
¿Será posible convertir
la soledad en un estado de armonía consigo mismo y con el entorno? El desafío
es vivir en colectividad y disfrutar de la atmósfera que confiere la estancia
individual. La buena soledad es una utopía viable, a condición de vivir apegados
al sentido de lo esencial. Despojarnos de lo superfluo y vaciar las alforjas del
peso muerto que tiene lo suntuario de la vida. Habrá que comenzar por
considerar al trabajo como un medio y desechar la tortuosa idea de que es un fin
estresante que acaba con nuestra energía vital al final de cada día.
El secreto consiste
en evitar la vaciedad, que es el síntoma más nefasto de la mala soledad. El
reto es enriquecernos con las cosas verdaderamente motivantes, que den satisfacción
a la convivencia cotidiana. La lectura de un libro revelador, escuchar buena música,
cultivar una planta, cuidar una mascota, caminar por las calles del vecindario,
tomar un café en un sitio acogedor, ir a un cine el momento menos pensado,
decirnos cosas estimulantes en un diálogo íntimo. La insinuación de Schopenhauer
que descubrí en una tarjeta que servía de separador de libro, es una perla
brillante en las turbias aguas de la ideología imperante: el hombre inteligente busca una vida tranquila, modesta, defendida de infortunios;
y si es un espíritu muy superior, escogerá la soledad. La buena soledad, esa
que te hace sonreír frente al espejo sin el más mínimo asomo de culpabilidad.
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