Por Leonardo Parrini
Los libros sólo
tienen valor cuando conducen a la vida. Esa afirmación promisoria me recuerda
lo que dijo esa mañana Edmundo, mirándome fijamente con sus grandes ojos
azules. Era una de las tantas jornadas espesas
que compartíamos con mi compañero de clase. Edmundo, apoyado en la pared del
patio del colegio, aseveró: no aguanto
más, estoy reventado. Lo miré detenidamente y su mirada destelló como un
rayo. Toma lee esto, me dijo,
mientras me extendía un ejemplar de Demian
de Hermann Hesse. El gesto de mi amigo fue como una revelación, un acto sedicioso
contra la tranquilidad de mi espíritu: había caído en mis manos uno de los
libros más influyentes en mi adolescencia. Demian,
era la historia de iniciación escrita por ese profeta suscitador de juventudes
que es Hermann Hesse, publicada en 1919, y que me enseñó una verdad que hasta hoy
flamea en los mástiles de mis convicciones:
El pájaro rompe el cascarón y vuela hacia Abraxas. El cascarón es el mundo,
quien quiera nacer tiene que romper un mundo.
Edmundo
Kronmüller, era hijo de alemanes afincados en Chile, terminada la Segunda Guerra
mundial, cuando sus padres decidieron empezar una nueva vida en el país más austral
del mundo. En sus años juveniles, mi camarada había desarrollado una secreta
admiración por Hesse y esa mañana luminosa compartía sus secretas lecturas con su amigo. Secretas, porque tiempo después me
confesaría que al autor nacido en el cantón Tesino, Suiza, lo había leído a
escondidas. Demian fue una novela que
literalmente devoré en un par de días con sus noches.
El verano del 71
decidimos con mi amigo Edmundo hacer un viaje al sur de Chile, como mochileros, en
busca de experiencias y emociones. En realidad era otro periplo estival de
muchachos que salíamos a recorrer el país, abierto a la experiencia socialista
que encendía los anhelos libertarios de la juventud chilena. Con mi compañero
de viaje nos trepamos a un tren al sur que nos llevó directamente a Puerto
Montt, terminal ferroviario austral ubicado a 1.050 kilómetros de la capital. Desde
allí comenzamos el peregrinaje por pueblos y balnearios de la región de la
Araucanía chilena, hasta llega a Pucón, que en ese entonces era un bucólico
paraje poblado por alemanes que habitaban cabañas de madera a orillas del lago Villarrica.
Los padres de Edmundo habían construido una pintoresca cabaña de madera de
encina que se erguía como casa de cuentos junto al lago Villarrica, en
cuyas aguas se reflejaba el volcán del mismo nombre. Ese fue el escenario en el que leí
el libro de mi amigo y conocí a Demian,
el adolescente que Hesse habría de elegir como paradigma de la iniciación
juvenil. Entre borracheras con cerveza alemana y sesiones en fumaderos de
cannabis, fui adentrándome en la vida del joven Demian que había roto el cascarón hasta acceder a la verdad de
Abraxas, el dios que está por sobre el bien y el mal. Allí entre ventiscas heladas
que atravesaban el bosque de coníferas, descubrí una verdad perenne que iluminó
mi adolescencia: había que romper un mundo para nacer de nuevo.
Demian simbolizaba la amistad
que nos unía con Edmundo. Su influjo adolescente y rebelde, y su necesidad de
protección que yo suplía con mi compañía, nos habían unido como hermanos.
Juntos formamos una dupla eficaz a la hora de conseguir lo necesario para
subsistir a nuestra aventura viajera. Él ponía por delante su rostro de ángel caído,
de bucles rubios y mirada azul; y yo mi verbo embaucador e iconoclasta, argumentos
infalibles ante los que nadie se resistía. Ambos habíamos encontrado el sendero
de la solidaridad juvenil, del acolite frente a un mundo hostil y deshumanizado
que nos impedía crecer. Como Demian y Emil
Sinclair, con mi amigo Edmundo descubrimos los senderos del auto razonamiento,
destruyendo paradigmas de opresión que nos ahogaban. La novela de Hermann Hesse
nos mostró el camino del gnosticismo y el demiurgo Abraxas, donde la fuerte influencia
del psicoanálisis freudiano de Jung nos habría un camino luminoso hacia nuestra
propia introspección. Demian fue la
señal que nos mostró el sendero para iniciarnos sobre los escombros de un mundo
que debíamos romper para nacer de nuevo.
La noche que concluí
la lectura del libro, guardé el ejemplar en la mochila y me dispuse a celebrarlo
con un viaje lisérgico, sin escalas hacia Abraxas. Arrimado a una milenaria
encina vi con nitidez mortal las fronteras de un conocimiento hasta ese momento
ignoto, alucinado por una psicodélica distorsión sensorial, lograba
posarme sobre los escombros de mi propia alma, como ave Fénix, mientras mi
compañero de viaje vigilaba mi vuelo. La experiencia de llegar a Abraxas y
romper un mundo de opresión adolescente, me había devuelto una helada libertad.
Ese verano del setenta y uno, la novela de Hermann Hesse había roto mi propio
mundo interior. Con Demian iniciaba el sendero de mi evolución
espiritual, como un espejo donde reflejar mi propia alma atribulada, con sus ángeles
y demonios, más allá del bien y el mal.
Muy buena historia, muy buen relato y muy entretenida lectura! Probablemente muchos tenemos recuerdos de juventud en los que los libros de Hesse nos permitían, en mayor o menor grado, reconocernos (como en determinados momentos de El Lobo Estepario o en ciertas referencias en Bajo las Ruedas) y proyectarnos (como en el mismo Demian o en Sidharta)
ResponderEliminarGracias. Saludos